El camino que recorrió Jesucristo en su misión entre los hombres es una historia de una ida y de una vuelta; una salida desde el seno del Padre y un retorno al mismo. Pero no regresa solo, sino que arrastra consigo a todos nosotros, liberándonos del dominio del pecado. Es realmente el camino inverso que ha querido recorrer el hombre en su vana pretensión de alcanzar a Dios por sus propias fuerzas. En el himno cristológico que San Pablo presenta en su carta a los filipenses encontramos las pautas para el desarrollo de la vida cristiana. “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús” nos exhorta el apóstol.
La causa de todas las esclavitudes y de todos los males que acosan al hombre se encuentra en el “pecado original”. Se trata de un pecado diabólico -puesto que su instigador es el diablo- que intenta someter a los hombres. El pecado de los ángeles caídos es un pecado de soberbia, al no aceptar la realidad de su condición de criaturas, con las correspondientes limitaciones propias de quien no posee toda la perfección, por muy sublime que esta sea. Sin duda es el mismo pecado del hombre; que se ha rebelado contra su condición de criatura dependiente de Dios. Abomina de toda dependencia paterna porque no acepta proceder de otro, recibir el ser de otro, poseer la condición efectiva de hijo. Esta es la mayor locura e insensatez, y supone la negación radical de lo que uno es, cayendo por consiguiente en el absurdo y sinsentido total.
la clave de la humildad: hacer y desaparecer
Sin embargo, el camino de Cristo es justo el inverso: es un camino de humildad asumido voluntariamente. Paradójicamente, el que no es (el hombre) ha querido ser lo que no es (Dios), y el que Es (Dios), ha querido asumir la debilidad de la criatura (hombre). Jesucristo no ha exigido, como tenía derecho, ser tratado como el que Es, sino que se ha humillado aceptando con todas las consecuencias la condición de criatura: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre” (Flp 2, 6-7)
Precisamente en esto consiste la humildad, en la aceptación de lo que somos: modelados del humus de la tierra. Cristo, apareciendo junto a los discípulos que van caminando hacia Emaús, les enseña el camino de la vida, el de la kénosis (vaciamiento) y exaltación de Cristo. Pues, “¿no era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24,26).
El humilde sabe que todo es don, que todo lo ha recibido, por lo que nada defiende como propio sino que, al igual que Job, no maldice ni reniega de lo que pierde ya que sabe que: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo allá retornaré. Dios dio, Dios quitó. ¡Sea bendito el nombre de Dios!”(Jb 1, 21). Acepta, por tanto, ser incomprendido, rechazado y fracasado y, como acto supremo del don de sí, acata incluso la muerte, despojándose de todo: fuerzas físicas, dones intelectuales y la vida misma, en completo abandono a la voluntad de Dios, devolviendo todo lo que ha recibido.
La humildad no es un sentimiento ni tiene que ver con la comparación con los demás; es una posición de la voluntad ante Dios, acogiendo la verdad sobre uno mismo. María sabe de sus grandezas, pero las remite a Aquel de quien las ha recibido. Por ello, el humilde, el pobre, el pequeño, ni juzga ni se cree superior a los demás. Lo contrario es la soberbia, propia del que se declara grande y se considera rico.
Quien no acepta su condición creatural se arroga el lugar de Dios, se apropia de lo que no le pertenece, se irrita cuando amenazan lo que considera suyo, se defiende y mata, aunque sea en su corazón.
“Él tiene que crecer y yo menguar”
La palabra humildad viene del latín “humilitas”, y esta a su vez del término “humus”, que significa tierra. Así, el hombre es Vẵdẵmẵh, que significa hecho de la tierra; lo que quiere decir que el hombre “no es”, sino que “es hecho”, pues “solo Dios es”. Con lo cual -como el ser humano no es y todo lo ha recibido- el humilde acoge, en primer lugar, su realidad creatural, débil, limitada, con los defectos y virtudes que le han sido dadas.
En segundo lugar, no duda del amor de Dios, pues aunque peca porque es débil, se refugia en la misericordia divina; es pecador pero se sabe amado. En tercer lugar y como consecuencia de lo anterior, no se considera superior a los demás y, como todo lo ha recibido, no juzga ni murmura ni lleva a juicio al prójimo porque sabe que, si no ha pecado como el otro, se debe únicamente a que ha recibido mayores gracias. En cuarto lugar, consciente de la situación de pecado en la que vive el mundo, acepta que ese pecado caiga sobre sí mismo. Del mismo modo que Jesucristo aceptó su condición humana con todas las consecuencias, entre las que se incluye el poder ser incomprendido, rechazado, despreciado, perseguido, traicionado, acusado y condenado injustamente, el humilde no se resiste cuando otro le persigue, sino que, como David insultado por Semeí, lo atribuye a Dios, que todo lo consiente para la salvación.
El humilde sabe que Dios actúa a través de las acciones libres de los hombres; nada menos que para la salvación del género humano se sirvió de la traición de un amigo y del abandono vergonzante de los otros, de la debilidad de Pilato, del encono de las autoridades y de la ingratitud del pueblo.
Por último, el humilde, como consecuencia de vivir el Evangelio en medio de un ambiente hostil, admite ser odiado, perseguido y hasta sufrir el martirio. No necesariamente a través de la muerte violenta por odio a la fe, que también, sino, igualmente, por el lento martirio de una vida entregada en la cruz de cada día, con la aceptación del deterioro físico o mental y finalmente la muerte física, como el despojamiento completo de nuestro ser, la pobreza total. Es la gracia para poder entrar como pobres y pequeños en la casa del Padre.