«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener”». (Lc 8,16-18)
La primera reflexión que me viene a la mente es que, si de verdad pensáramos que no hay ni un solo pensamiento que se quedara oculto, iba a ser un bochorno. Eso sí, descubriríamos la realidad, que somos pecadores. Pues aunque lo decimos con facilidad de palabra, muchas veces pensamos en el fondo que somos mejores que el de al lado.
Recuerdo una vez un sacerdote que comparaba el purgatorio con un teatro, en el que estarían sentados para vernos todas las personas cercanas que hemos tenido en la vida a nuestro alrededor, y que allí delante de ellos debíamos sacar todo lo que estuvo oculto durante nuestra existencia —con la vergüenza consiguiente, pues de lo que mostramos al exterior a nuestro interior hay a veces un abismo.
Es necesario que nuestra vida se adecúe a lo que dice David: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 119,105). San Máximo confesor decía que el candelero es la Iglesia, porque el Verbo de Dios brilla a través de la predicación.
Decimos en la Eucaristía que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, luego, tenemos todas las gracias suficientes, para ser invadidos y que nuestra gozo sea colmado interiormente, por eso al que tiene se le dará, como hoy nos dice Jesús.
Cristo viene a iluminar con su Palabra ; es la luz que ilumina a todo hombre. Por eso hemos de colaborar llevando a Cristo a los demás, pues Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y para ello el Señor cuenta con nosotros.
Fernando Zufía