Este invierno nos sirve raciones diarias de cielo plomizo y opaco, que cada día parece tener menos de cielo y más de plomizo, como losa atosigante que nos aplasta y aplana. Parece que todo se vuelve frío y yerto —¡qué fríos y solos se quedan los muertos!—, que todo se desploma desde ese plomo celeste y todo se vuelve horizontal como un encefalograma plano.
La banca mundial quiebra y muerde el polvo, los ricos se asustan porque no saben dónde están sus cuartos, los pobres siguen sin poder levantar cabeza porque no saben siquiera qué son los cuartos…, y la Señora de la Guadaña sigue impertérrita en su tarea segadora de vidas inocentes en el seno materno o de ancianos deshauciados, en las guerras inútiles, en los hospitales y en las catástrofes sin sentido. Abrimos los ojos y los párpados son ventanas de acero que no nos dejan ver más allá de las narices: oteo si acaso queda algo de esperanza en algún recoveco y en todas las puertas me responden: “Aquí no vive”.
“tendréis luchas: pero tened valor. Yo he vencido al mundo”
– Tú, hombre, que andas agazapado en el rincón de tu corazón oscuro, escucha:
– Tú, mujer, que lloras por las esquinas sin encontrar al Amor de tu vida, escucha:
– Tú, banquero, que día y noche cuentas y recuentas tu capital y, noche y día, no te cuadran las cuentas, escucha:
– Tú, empresario, cuya bancarrota general te lleva por fin a darte cuenta de que es muy difícil que los ricos entren en el reino de los cielos, escucha:
– Tú, padre de familia, que has perdido el trabajo y en casa hay muchas bocas que piden pan, escucha:
– Tú, madre de familia, que bregas sin descanso y nadie te sonríe en casa, escucha:
– Tú, joven que no sabes lo que te pasa y no acabas de identificarte contigo mismo, escucha:
– Tú, quienquiera que seas, que repasas las cuatro monedas de tu bolsillo mientras los acreedores aporrean tu puerta, escucha:
– Tú, bebé no nacido, que te han roto ferozmente la trama de la vida, escucha:
– Tú, madre, que has cortado el hilo de esa vida y has sentido, primero, el vacío de tu vientre y, luego, el hueco inmenso de tu corazón desolado, escucha:
– Tú, médico o enfermera, que te has puesto al servicio de la Parca acelerando su trabajo, escucha:
– Tú, sacerdote, monja o fraile, que ya no sabes si eres frío o caliente, escucha:
– Tú, vagabundo zarrapastroso, que estás harto de merodear por el asco y el rechazo, escucha:
– Tú, terrorista, que tal vez nueve meses antes de nacer ya te inocularon el odio por el odio, escucha:
– Tú, prostituta o prostituto, que has hecho de tu cuerpo una exposición y venta de carne, escucha:
– Tú, drogadicto, que ya no sabes ni puedes dejar el veneno que te asfixia y concome, escucha:
– Tú, ancianita o ancianito con Alzheimer, que ya no sabes quién eres, ni de dónde vienes ni a dónde vas, escucha:
– Tú, moribundo abandonado que te bebes solito la hez de la muerte, escucha:
– Tú, que enfermo grave, que sin consuelo te retuerces de dolor en un lecho o tirado por las calles, escucha:
– Tú, discapacitado físico o mental atado a una silla de ruedas o con tristes correajes sicológicos que encajonan tu alma, escucha:
– Tú, hombre o mujer, mordido por la depresión o la esquizofrenia, escucha:
“mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona”
¿Quién? ¿Quién ha dicho que no hay esperanza? Dejadme que “huya como pájaro al monte” (Sal 10,1), a donde “alzo mis ojos y de donde me vendrá el auxilio del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 120,1-2).
¿Quién? ¿Quién es el Gran Maniqueo que pretende engañarme diciéndome que todos esos males vienen de Dios o que, si Dios hubiera, no los permitiría? No sabe el necio “que si Dios hubiese odiado algo, no lo hubiera creado” (Sb 11,24-26), pues la Escritura no se cansa de repetir que “sus obras son perfectas, maravillosas, prodigiosas, magníficas” (Sal 66,30; 92,6; 104,24; 11,2; 118,23; 139,14; Si 11,4; 17,7; 39,16; Ap 15,3), que tú eres una chispa inolvidable de su Amor infinito.
Escucha y sábete que hay Uno que ha pasado por tu mismo trance y angustia; más aún, Jesucristo pasa hambre y sed contigo, junto a ti sufre tus apuros y dolencias, conoce el desamparo y el abandono incluso de Dios y hasta muere a tu lado en esa sola soledad que sólo Él conoce mejor que tú; y se queda contigo en el sepulcro para sacarte de ahí, Él, el de la tumba vacía.
Sí, sí hay esperanza, sí hay luz en medio de tan formidable oscuridad, “porque nuestra salvación es en esperanza” (Rm 8,24); sí que hay un “Sol que nos visitará para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,78-79); sí que, detrás de este invierno plomizo, volverá a reír la primavera; sí hay Palabra en el silencio sepulcral de tu tumba, sea que ya esté en una tumba en vida o en muerte: “Ven, ven, Señor Jesús, ¡Marana ta!”, porque “a Él se le ha dado un nombre sobre todo nombre, de modo que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra y todas las gentes proclamen que Jesús es el Señor” (Flp 2,9-11), el Señor de la vida y de la muerte, el Señor de tu vida y de tus muertes.