«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». (Jn 20,1-9)
Se ha proclamado el Evangelio según San Juan. Podíamos decir, con propiedad, que hemos escuchado de boca de Juan la Alegre Noticia, su testimonio personal. Esto es: cómo vivió él la Resurrección del Señor. Porque Juan es testigo directo de lo que narra.
El amor de María Magdalena, un amor que es más fuerte que la muerte, le dictaba que debía andar al sepulcro. Y es ella la que da el aviso, al menos a Pedro y a Juan, de que el sepulcro estaba vacío: la hipótesis de la resurrección no entraba, como es natural, entre la explicaciones posibles.
Tampoco en las elucubraciones de los apóstoles, ni —aun hoy— en las nuestras, entra la reversibilidad de la muerte. LLegados a este punto, todos nos volvemos griegos (racionales), y tal y como le espetaron algunos atenienses a Saulo de Tarso, nos desentendemos con un displicente: «De esto te oiremos hablar en otra ocasión» (Hch 17 32).
En el tiempo y mundo que nos toca vivir, la moneda común es el relativismo, que se cambia fácilmente en otras divisas tales como el subjetivismo y la libertad ilimitada. De manera que la resultante inapelable es «que cada cual piense lo que quiera», aunque ese postulado no sea más que un eslabón en la cadena estratégica que acaba en el «yo, el César, te dejaré muy claro qué y cómo tienes que pensar o no pensar».
Lo cierto, como constatable, es que siempre hay gente dispuesta a «decir u oír la última novedad» (Hch 17 21), especialmente en los «nuevos areópagos», expresión con la que Juan Pablo II se refería a Internet y en general a las nuevas posibilidades de intercambiar o comunicar ideas, experiencias, imágenes, argumentos, noticias, emociones, etc.
Sí, pero con un límite. La libertad de expresión y de intercambio de creencias se acaba en y con la muerte. La diosa Razón, que aunque haya sido desentronizada de Notre Dame, no por ello ha dejado de reinar y de burlarse de lo religioso, no permite pasar al más allá. La muerte es mucha muerte y no es serio tomarse a broma lo inexorable para todos.
Así pues, ni María Magdalena, ni Simón Pedro, ni el «otro discípulo, a quien tanto quería Jesús» quien cedió el privilegio de ver primero qué había ocurrido, ninguno imaginaba lo que las evidencias mostraron: que el sepulcro estaba abierto y vacío, las vendas de amortajar por el suelo, y el sudario enrollado y puesto en otro sitio. Pero a Juan la visión del sudario «con que le habían cubierto la cabeza«, le pudo dar la pista. La impronta del Rostro de Cristo estaba enrollada, como la Escritura. Era lo mismo; el velo puesto sobre la Santa Faz cubría y desvelaba, al mismo tiempo, la verdad de Jesucristo.
Juan dice que «Vió y creyó«. Aquí brotan tres preguntas esenciales sobre la Revelación de nuestra Redención. Porque ¿qué es «creer», más alla de «ver»? Creer es justamente «entender» la Escritura. Las Sagradas Letras pueden ser leídas, estudiadas, conocidas, escudriñadas, veneradas, ignoradas, desmitificadas, sometidas a la crítica textual, cotejadas con otras fuentes históricas, traducidas, admiradas, conservadas, amadas…, pero pueden permanecer «selladas», ininteligibles, ajenas a mí; no ser entendidas.
Y, entonces, ¿qué es «entender la Escritura»? Lo aclara estupefacto el propio San Juan: entender la Escritura consiste en asumir «que Él (el Mesías, el Salvador) había de resucitar de entre los muertos«. La efectiva resurrección era la constatación y la evidencia de que la Escritura anunciaba, toda ella, esta inconcebible verdad sobrenatural: pero, al mismo tiempo, esa patente realidad, el hecho de la resurrección, corroboraba la consistencia de la Escritura.
Lo que quedaba al descubierto era que hasta entonces no habían —no hemos— comprendido nada, y que la sorpresa ante la resurrección delata que no habían —no hemos— creído a la Escritura. Si hubieran dado crédito a la Torá, a los Profetas y a los Salmos (Lc 24,44), o a sus propias palabras, no hubieran ido a curiosear alarmados sino a comprobar contentos el cumplimiento de las promesas.
Hubo una persona que no fué al sepulcro a ver qué pasaba con Jesús. Ningún evangelista, ni otro Libro alguno del Nuevo Testamento, indica nada sobre María la Madre del Señor en relación con el supulcro vacio. María sí creyó a Gabriel y entendió la Escritura, no necesitaba verificar nada. No dudó: «… reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin«. (Lc 1,33)
Con Lázaro en la tumba, Jesus se identifica: «Yo soy la resurrección. ¿Crees esto?» (Jn 11, 26), es la pregunta de Jesús a Marta, a quien amaba (Jn 11,5), que hoy nos interpela a cada uno de nosotros como comunicación de su amor.
Francisco Jiménez Ambel