“Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último dejó la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Jesús les contestó: “En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”. Lucas 20, 27-38
A Jesús le plantean una trampa saducea. Hoy hay muchos que sin llamarse saduceos niegan la resurrección, niegan la resurrección de la carne. Son muchos los que dicen que habrá algo después de esta vida, que el alma, o el espíritu, es algo así como inmortal, que el alma se reencarna, o que el alma va a una especie de cielo espiritual y etéreo. Pero ¿qué los muertos resucitan?, eso sí que no lo pueden creer.
Los cristianos llevamos dos mil años anunciando la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Su cuerpo no fue encontrado en el sepulcro, porque resucitó. Se apareció a sus discípulos en cuerpo glorioso, capaz de traspasar las paredes, sí, pero en cuerpo carnal. Por eso proclamamos nuestra fe en el Credo: creo en la resurrección de la carne. La Virgen María fue asunta al cielo en cuerpo carnal.
Por eso los cristianos desde el principio enterraron a sus muertos, no los quemaron. Los primeros cristianos dieron culto a los cuerpos de los mártires, a sus reliquias, y celebraban la eucaristía sobre sus tumbas como altar. Porque el cuerpo del cristiano es santo, porque ha sido templo del Espíritu Santo. Por eso los cristianos no quemaban a sus muertos, ni esparcían sus cenizas como hacían los paganos.
Los cristianos transformaron las necrópolis paganas (ciudades de muertos) en cementerios (dormitorios). Los cristianos dejaban los cuerpos de sus hermanos fallecidos en “depósito” dentro de la tumba, porque sabían que los cuerpos de sus hermanos dormían en espera de ser despertados por Jesucristo en su segunda venida.
San Ireneo, obispo de Lyon, pero nacido en Esmirna, la actual Turquía, discípulo de San Policarpo de Esmirna, a su vez discípulo del Apóstol San Juan, predicaba la fe que había recibido directamente de los apóstoles, y que a su vez éstos habían recibido del mismo Jesucristo Nuestro Señor, que en su segunda venida, el Señor vendría a recoger lo que es suyo, y resucitarían los muertos, resucitaría la misma carne que había sido templo del Espíritu Santo.
El Enemigo nos plantea trampas saduceas, para seducir nuestro pensamiento con la mentira, y así quitarnos la esperanza, y enfriar nuestra caridad, pero nosotros, por los méritos de Jesucristo, hemos recibido gratis el tesoro de la fe, que nos testifica que nuestro Dios es un Dios de vivos, no de muertos, y nos ha creado para la vida eterna.