El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie, gritó: – «El que tenga sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva». Dejó esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado. (Juan 7, 37-39)
1. Con la fiesta solemne de Pentecostés se corona el tiempo de Pascua, con la infusión del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los Apóstoles, significado en lenguas de fuego sobre sus cabezas, si bien sobre la Virgen María que ya había sido la plenitud de la gracias por ser la Madre de Dios también para ella ese evento, que fue un Consolador, el Paráclito, prometido por Jesucristo.
2. La presencia y actividad del Espíritu Santo se manifiesta varias veces en los Evangelios: en primer lugar en el momento de la Encarnación del Verbo eterno del Padre en el seno de una joven nazarena, María; se apareció como paloma en el bautismo de Jesús en el Jordán; lo condujo al desierto; en la enseñanza en la sinagoga dio a entender claramente que «el Espíritu del Señor está sobre mí […] él me ha ungido, me ha enviado a evangelizar» (Lc 4,18); se le dio a los Apóstoles soplando sobre ellos al anochecer, el mismo día de Pascua, es decir, el mismo día de resurrección
3. La Escritura nos hace ver el episodio de la torre de Babel con su dispersión en varias lengua sin entenderse unos a otros por originar varios pueblos, mientras en contraposición en Pentecostés se habla de diversas lenguas, que todos los oyente entienden milagrosamente en su propia lengua: «el Espíritu irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia» (Benedicto XVI). La misma Escritura nos insinúa-indica la presencia del Espíritu desde el primer momento de la creación del universo, mostrándose como «el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Gén 1,1). La Iglesia canta «¡oh, Señor! Envía tu Espíritu que renueve la faz de la tierra» melodía de Lucien Deiss; salmo 104 [103]).
4. La liturgia nos propone dos evangelios: uno para la Eucaristía de la Vigilia, como corresponde a solemnidad de Pascua que llega su punto cénit con Pentecostés; el otro evangelio es de Eucaristía del día, que es el que comentamos en este escrito. En primer lugar vemos el cumplimento de la promesa que Jesús había hecho a sus apóstoles (ver Jn 20,22 y Hch 2,2-3)); luego el Espíritu que el Señor nos da, como ya hemos dicho, crea en el discípulo una nueva condición humana y produce unidad. Fue este Espíritu quien les infundió la valentía de predicar en seguida quién era Jesucristo. 5. Él es nuestro Maestro interior para conducirnos a la verdad, es nuestro Ayudador, el que nos guarda como a las niñas de sus ojos: «el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26); «es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo (ver Recibid el Espíritu Santo, comentario al Evangelio de hoy, de Mons. José Ángel Sáiz, obispo de Terrassa.
6. No podemos olvidar que el mismo credo niceno-constantinopolitano dice «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida», como hemos dado a entender en el párrafo anterior; como tampoco podemos olvidar sus siete dones —Sabiduría, Inteligencia (Entendimiento), Consejo, Fortaleza Ciencia, Piedad, Temor de Dios—, que él mismo nos ofrece y da para creer más y amar más a Jesucristo: «Nadie puede decir “Jesús es Señor!” sino es por el 7. Señor, envíame (envíanos) el Espíritu Santo para madurar en las tres virtudes cardinales: la fe, el amor y la esperanza.