«En aquel tiempo, cuando terminó Jesús de hablar a la gente, entró en Cafarnaún. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente: “Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga”. Jesús se fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: ‘Ve’, y va; al otro: ‘Ven’, y viene; y a mi criado: ‘Haz esto’, y lo hace”. Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo:-“Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”.Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano». (Lc 7, 1-10)
Antonio Pavía
“Maestro, queremos ver una señal hecha por ti, un milagro para poder creer y así seguir tus pasos”. ¡Cuántas veces los hijos de Israel, el pueblo santo y elegido de Dios, se dirigieron a Jesús con peticiones similares que, a la postre y por más que fueron testigos de tantos y tantos milagros, persistieron en su infantilismo religioso!
Solicitar signos y milagros como condición para aceptar a Jesús y su Evangelio: he ahí la gran trampa. Sí, una trampa urdida con la astucia que caracteriza al padre de la mentira, (Jn 8,44), pues estos fenómenos extraordinarios que pedimos machaconamente, pueden llegar a convertirse en una especie de adicción que nos bloquea, impidiéndonos una búsqueda honesta y sincera de Dios y de la Verdad.
Al lado de estos hombres, que han rebajado los signos y las obras del Hijo de Dios al nivel de sus caprichos, el Evangelio de hoy nos presenta un gentil —hoy diríamos un pagano— y, para más señas, centurión del ejército del imperio romano. Este hombre va donde Jesús, y también en búsqueda de un signo, un milagro, a favor de un criado suyo que está a punto de morir.
Los hijo de Israel, como hemos visto, piden signos; este hombre, no israelita, también. Acerca de aquellos, Jesús dio su veredicto: “son generación malvada y adúltera” (Mt 12,39). Del centurión, en cambio, Jesús hace esta solemnísima proclamación: “Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande” (Lc 7,9).
He ahí la diferencia, la firme y consistente línea que separa la fe infantil de la fe adulta. Mientras unos piden e insisten: ¡haz, haznos un signo, un milagro, y creeremos en ti!, el centurión se limita a suplicarle que pronuncie su Palabra de salvación sobre su criado. He aquí un hombre de fe, el centurión sabe que está delante del Hijo de Dios, cree en el poder de su Palabra.
En cuanto militar de una cierta graduación, conoce el poder y eficacia de sus propias palabras cuando las dirige hacia sus subordinados. A partir de esta su experiencia, entiende que si el que habla es el Hijo de Dios, su eficacia es infinitamente mayor. De ahí su insistencia en que no es necesario que vaya hasta su casa, se fía de su Palabra. Ahora comprendemos por qué Jesús quedó conmovido; hasta entonces no había oído una confesión de fe tan luminosa.
Creer en la Palabra. En ella están contenidos todos los milagros que Dios quiere hacer en nuestra vida. En realidad son mucho mayores que los que nuestra mente y corazón infantil puedan jamás imaginar. Creer en la Palabra de Jesús, en su Evangelio: he ahí la savia vital de nuestra fe, la única posibilidad de reconocerle como Hijo, como el Enviado del Padre. Lo atestiguó el mismo Jesús: “Ahora ya saben —sus discípulos— que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido que verdaderamente vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,7-8).