«Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban . Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Pero quién es este? ¡ Hasta el viento y las aguas le obedecen!”». (Mc 4, 35-41)
Los que conocen el mar de Galilea —también llamado lago de Tiberíades o de Genesaret— saben bien que, por su entorno montañoso y la honda depresión de su superficie —212 m bajo el nivel del mar— este lago experimenta cambios bruscos de clima que se traducen en la aparición imprevista de fuertes vientos, capaces de encrespar extraordinariamente las olas. Estas tormentas tienen lugar principalmente en verano, a la caída de la tarde, como en el evangelio de hoy. En ocasiones se llegan a registrar olas que superan los dos metros de altura.
Los Padres de la Iglesia han visto en el milagro de la tempestad calmada una imagen de la vida cristiana. Como los apóstoles en la barca en Genesaret, así también los cristianos vamos en la barca de la Iglesia en medio de las vicisitudes del mar del mundo. Un mar que, como el de Galilea, tiene sus tempestades y tormentas, que hacen que el temor y la inquietud acechen a los ocupantes de la barca.
Los vientos y las tormentas afectan a la Iglesia de muchas maneras. No solo son los ataques de fuera en forma de persecuciones, incomprensiones o calumnias, sino también las miserias y flaquezas de los que formamos parte de ella: desuniones, críticas, recelos… A veces se nos presenta la tentación de pensar que estos males y contradicciones no tienen remedio, que todo se viene abajo. No es verdad. Si nos ataca esa tristeza pesimista habrá que recordar la promesa de Jesús de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia (Mt 16,18). ¿Acaso no es verdad que después de más de dos mil años de dificultades, contrariedades y conflictos, la Iglesia sigue viva y se extiende por el mundo? Y es que tiene su origen en Dios Padre, fue fundada por Cristo y es sostenida por el Espíritu Santo.
Refiriéndose a la imagen de la barca de la Iglesia, el Papa Francisco ha comentado: «Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida». (Angelus, 10.08.2014).
Hoy, como ayer, Jesús nos pregunta:¿Aún no tenéis fe?. Y nosotros nos ponemos de rodillas para orar y pedir a Dios una fe más firme y operativa; para creer contra viento y marea, porque Cristo está en la barca, llevando el timón, aunque a veces parezca dormido para suscitar nuestra fe.
Juan Alonso