«Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta».
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras.
En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (San Juan 14, 7-14).
COMENTARIO
Lo que acabo de hacer no lo habéis visto. No es que tenga importancia; simplemente no lo habéis visto porque lo he borrado. Y es que he empezado el comentario y me ha ido saliendo todo un rollo filosófico sobre “Dios como proyección del hombre” (Fuerbach); sobre la imágenes de ídolos en las religiones primitivas… En fin, un rollo soporífero; que no prometo que ahora vaya a resultar más ameno, pero que “borrón y cuenta nueva”. Porque en realidad el comentario sería tan sencillo como dice Felipe: “Muéstranos al Padre y nos basta”.
Es cierto que en momentos de incertidumbre, de desolación, de sufrimiento, de confusión… surge en lo hondo la pregunta ¿dónde está Dios?: “No me escondas tu rostro” (Salmo 26).
Pero no basta saber dónde está Dios sino, sobre todo ¡qué Dios! En algunas conversaciones con interlocutores declarados abiertamente “ateos” suelo concluir con ellos tras escuchar sus argumentos, que estoy totalmente de acuerdo: “El “dios” en quien tú no crees, yo tampoco”.
“A Dios nadie le ha visto jamás, el Unigénito nos lo ha dado a conocer” (Jn. 1,18). “Él es imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Por tanto, como profesamos en el símbolo de la fe: Creo en “UN SOLO DIOS”, y no hay más Dios que Él; cualquier otra imagen, atributo, cualidad de Dios, diferente a los hechos, palabras, actitudes… manifestados en Jesús es simple idolatría. Y ésta es la plenitud de la Revelación: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos” (1 Jn 1,1): Jesucristo es la “visibilidad de Dios”. Atrás queda el “gran legislador”, “el juez severo”, el “dios de los filósofos y de las religiones”.
Y la “revelación-revolución” está primeramente en la forma de llamar a Dios: ¡No se podía invocar el nombre de Dios! Estaba totalmente prohibido, tanto que ante el grafismo “YHWH” se guardaba un respetuoso silencio y se pronunciaba “Adonay” (Mi Señor). Jesús tiene la arrogancia de referirse al “Padre”: No dice: “Si me conocéis a mí, conoceréis también a Dios”, sino conoceréis a mi “PADRE” (Abba – papaíto). ¡Once veces aparece en el texto de hoy la palabra: “Padre”.
Jesús es el rostro del Padre. La encarnación del rostro del Padre: “Dios con nosotros” y “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… (Rm. 8, 31). “Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rm. 8, 15).
Las gentes hoy se preguntan: ¿dónde está Dios? Santa Teresa decía: “Dios anda entre los pucheros”, no solo en las cosas y en la gente sencilla; sino ahí donde se cuece la vida: Ahí donde se desenvolvía la vida cotidiana de Jesús. El puchero puede hacer de algo crudo, incomestible, un auténtico manjar. El Dios Padre, manifestado en Jesucristo, podía hacer de la “cruda” realidad una oportunidad para hacer sus propias obras y aún mayores. No que las piedras se convirtieran en panes, sino que un niño se fiase de él como de su padre y se desprendiese de sus cinco panes y dos peces: Poder confiar en las obras y creer que son “grandes obras” porque no se hacen por nuestras manos, sino por las manos del Padre de Jesucristo a través de nuestras manos.
Los amigos de Job tratan de explicarle la razón de una historia que supera su mente y él no comprende desde criterios humanos, todos ellos muy razonables. Job no entiende de explicaciones, pero sí descubrirá que todo tiene sentido. “Antes te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5).