«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios». Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”». (Jn 6,44-51)
En el contexto de la gran catequesis joánica sobre el pan eucarístico como alimento necesario para tener vida eterna: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54), el evangelista inserta, tras la murmuración de los judíos, porque Jesús “había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo” (v. 41), estos versículos que vamos a comentar y en los que Jesús, una vez más, nos desvela su verdadera procedencia e identidad de Hijo de Dios: “No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre” (v. 46). Ahora bien, lo nuclear de la revelación de Jesús, en este momento, es la afirmación que hace a continuación en los dos versículos siguientes: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida” (vv. 47-48).
Según el cuarto evangelio, la vida eterna consiste en conocer a Dios como “el único Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo” (17, 3) y aquí es donde los judíos no están dispuestos a otorgar credibilidad a las palabras de Jesús. Rechazan de plano, su condición divina, su condición de Hijo de Dios: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?” (6, 42).
La encarnación del Hijo de Dios les parece escandalosa, intolerable y, sin embargo, es el centro del mensaje revelador de Jesús. Esta es precisamente la Buena Nueva que el evangelio de Juan nos revela: Que Dios es nuestro Padre; que Cristo nos ha reconciliado con Él; que este Padre nos ha amado tanto, que envió a su propio Hijo, al Único, a salvarnos y que su dicha estará completa, cuando volvamos a su lado… “el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5,24).
Basta oír la Palabra y creer para pasar de la muerte a la vida. El Señor aquí está resaltando y subrayando algunos conceptos que ya ha revelado antes. ¿En qué hay que creer? En el que me ha enviado, es decir en Dios, en el Padre, que no solo es su Padre, sino también, nuestro Padre, como nos lo confirma cuando nos enseña a orar. ¿Por qué vamos a creer? ¿Qué ha de motivarnos a creer? El escuchar su Palabra. En la Palabra de Jesús están las respuestas que buscamos, tan solo tenemos que escucharla y creer. Jesús en el discurso del pan de vida, nos está revelando que Él es el único y verdadero pan de vida, que este pan “es mi carne por la vida del mundo” (v. 51), que este pan es la Eucaristía que nos ha dejado como memorial de su Pascua y que para tener vida eterna, necesitamos creer en su Presencia real en el banquete eucarístico y participar del mismo comulgando su carne y su sangre porque “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (v. 54). En la celebración de cada eucaristía dominical, el Señor, nos hace partícipe de su vida inmortal, a cuantos comulgamos de su cuerpo y de su sangre.
El capítulo sexto de san Juan es el mejor comentario teológico a la afirmación conciliar que encontramos en Dei Verbum, 21: “La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo”. El Papa emérito Benedicto XVI, reflexionando sobre este discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, nos dice que “en el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el pan del cielo. El Prólogo de Juan se profundiza en el discurso de Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace carne, en el segundo, es pan para la vida del mundo, haciendo alusión de este modo a la entrega que Jesús hará de sí mismo en el misterio de la cruz, confirmada por la afirmación sobre su sangre que se da a beber (Jn 6, 53). De este modo, en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero maná, el autentico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio pascual (…). Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico” (Verbum Domini, 55).
Creer en Dios es creer en Jesucristo su enviado para nuestra salvación. Creer en Jesucristo es creer que está presente en la Eucaristía, memorial de su Misterio Pascual. Tener fe es comer a Cristo, alimento eucarístico (pan y vino; cuerpo y sangre), y por Él, tener Vida eterna. Cree, come y vive.
Juan José Calles