«En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: “El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?’. Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho’. Los criados le preguntaron: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’. Pero él les respondió: ‘No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero’”». (Mt 13, 24-30)
Lo bueno y lo malo está mezclado en el mundo, bien lo conocemos en cualquier ámbito de la vida. Las buenas obras, los sacrificios por el hermano, las grandes muestras de amor que nos dejan admirados de la bondad de algunos seres humanos, se mezclan con la envidia el odio y los crímenes más horrendos; también en nosotros comprobamos esta convivencia del bien y el mal. Deseos escondidos en nuestro fondo nos extrañan y avergüenzan a pesar de los principios morales que hemos recibido, y los esfuerzos por comportarnos debidamente, con frecuencia, asoman como la cizaña en nuestro campo, que es preciso arrancar a su tiempo y echarla al fuego.
Pero Jesús dice que dejen crecer juntos el bien y el mal, y estas palabras nos hacen pensar. ¿A qué se refiere concretamente el Señor? ¿Dejar en el mundo existir el mal para que resplandezca así, a su tiempo, el bien? Está claro quién es el enemigo que siembra la mala semilla, pero es más difícil entender por qué deben crecer juntos.
La actuación de Dios frente el mal es uno de los misterios que no llegamos a entender. Así, nos decimos: ¿Cómo es posible que Dios consienta tanto mal en el mundo? Crímenes, odios, guerras; todos los males que suceden y que con su poder podría evitar. Nos gustaría que Dios, drásticamente como en Sodoma y Gomorra o en el paso del mar rojo, se dedicase a quitar de en medio a todos los que nosotros llamamos “malos”. Pero olvidamos que así, pocos quedarían en la tierra, ya que todos tenemos defectos, pecamos y cometemos errores.
Jesús deja aquí claro que Dios no interviene directamente en la vida de los hombres, según su proceder, pero sí les pedirá cuentas de su comportamiento el día del Juicio. La razón de sus palabras es que Él nos ha hecho una promesa de dejarnos libertad y cumple su compromiso.
Dios ha dado al hombre, un animal ascendido, el gran regalo del libre albedrío; deja libertad a la persona, dotada de iniciativa y capacidad de dominio de sus actos. ”Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Si 15,14), “de modo que busque a su creador y adhiriéndose a él llegue, libremente, a la plena y feliz perfección”(GS 17). La libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. “El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4, 3). El Espíritu Santo sopla continuamente allí donde ve que puede prender la llama y riega donde el terreno está abonado. Él sugiere, invita, pero no hay una intervención directa en la vida de los seres humanos para quitar o evitar el mal.
Otra cosa distinta es la intervención personal de Dios en el camino del cristiano que, mediante la oración personal, ha dejado toda su vida en las manos del Señor. La postura de abandono en la voluntad de aquel que sabe mejor que nosotros lo que necesitamos, es semejante al “fiat” de María, o el “hágase tu voluntad y no la mía” de Jesús en el huerto. Comprobamos cómo Dios ha intervenido directamente en la vida de los grandes santos, porque ellos han renunciado en cierto modo a su libertad y han dejado actuar en ellos la voluntad de Dios.
Rezamos a diario en el padrenuestro, por mandato de Jesús, para que se haga la voluntad de Dios; esta petición puede forzarle a intervenir si nosotros devolvemos esa libertad a sus manos y le damos “permiso” para actuar.
Los seres humanos somos responsables de los errores y pecados de este mundo, y a nosotros está encomendada la misión de erradicarlos, cada uno según sus posibilidades. Si empezamos desde nosotros mismos, cada vez que conseguimos un triunfo sobre nuestras malas tendencias y deseos, vencemos una mala inclinación, o evitamos un pecado, estamos arrancando del mundo algo de cizaña. Acabar con el mal en el mundo es imposible, pero tenemos la obligación de intentarlo, con la oración, el ejemplo, la palabra, etc. Cuando proclamamos la palabra de Dios y la hacemos llegar a otros, damos buen ejemplo, o consejo a un hermano en sus problemas morales, también ayudamos para que con la gracia de Dios no crezcan las malas espigas.
Nieves Díez Taboada