«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. «Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mt 18, 15-20)
Los detalles del Señor rezuman delicadeza. Nos enseña a tratar de corregir sin herir. Es cierto que hay determinados pecados o actitudes que parecen no encontrar mejor correctivo que una cierta brusquedad. A la hora de corregir a los fariseos el Señor usaba de una cierta violencia. El orgullo espiritual, el creerse mejor que nadie, el desprecio de los demás, el mirar por encima del hombro…, eran y son cosas de difícil corrección. El orgulloso de alto nivel debe ser tratado con mucho amor, pero a veces este amor ha de traducirse en frases fuertes, en movimientos bruscos… Si no, el orgulloso en cuestión no reacciona. Un “Un raza de víboras” o un “las prostitutas os llevan la delantera en el reino de los cielos” bien dichos, pueden arruinar la prepotencia de algunos que piensan que son algo. Jesucristo no se deja llevar del mal humor sino del amor.
Efectivamente, la corrección es una función del amor. Es, además, un deber. Un deber de amor sería la expresión conclusiva. En épocas pasadas se vivía la corrección pública como algo loable. Un niño hacía una fechoría en la vía pública y cualquier persona sensata y buena se veía en la obligación de deshacer el entuerto. No era cuestión de imposición sino de amor, y en ocasiones, de elemental justicia. El destrozar los jardines, el insultar abiertamente, el robar alguna cosilla, pelearse, faltar el respeto, maltratar ferozmente animalillos…, en definitiva, la mala educación, eran cosas que requerían la puesta en marcha de la bondad correctiva.
Los tiempos cambian, con sus progresos y sus retrocesos. Lo normal es que el bien objetivo corrija al mal objetivo. Pero los gustos son cambiantes y el mal hace sus avances, aunque la cosa no es nueva. Resulta que el mal es el que quiere corregir al bien. Pero no es ese su papel, que no es otro que desparecer. No es la convivencia simple y paciente entre el bien y el mal, que en ocasiones degenera en connivencia. Es la insolencia la que quiere ocupar el lugar de la verdad, siempre humilde y auténtica. Cuando el mal se muestra atrevido se hace insolente. La cizaña ha de convivir con el trigo y no hay que separarlos hasta el final de los tiempos. No es un caso este de connivencia sino de paciencia purificante.
El bien sí tiene, por definición, función correctora. Un bien que no se propaga no es tan bien, le falta algo esencial, su perfección. El bien tiene vocación de acabar con el mal, pero a veces no lo conseguirá sino a fuerza de pura paciencia. Entra todo esto dentro de los cálculos de Dios, para la purificación de la persona y por respeto al bien. Santa Mónica llevaba trigo en su corazón, llevaba fe. Su hijo san Agustín llevaba cizaña, error. Con paciencia heroica la madre “convive” con la cizaña del hijo, y al final, antes de morir ella, el Señor disolvió el mal de su hijo dándole la conversión a la fe.
Un padre excesivamente permisivo con los errores de sus hijos no sería buen padre. Es misión altísima la de corregir con amor, es deber de amor. Por evitar posibles discusiones, malas caras, enfados sin fin y mal tono, el padre opta por corregir lo menos posible. Y no siempre es por tener buen carácter, poco apto para la corrección continua, sino por cobardía, por eludir la misión educadora del amor. El otro extremo sería esa corrección que no es otra cosa que verter todas las iras personales sobre víctimas cuasi inocentes.
La corrección es maravilloso equilibrio de fuerza y de paz. El corregido debe quedar más amado, si cabe la expresión, después de haber sido amonestado o enderezado. Aunque el ejercicio pueda resultar duro o desagradable, el resultado final ha de ser una crecida en el amor, en la paz, en la perfección personal. Esto si se corrige correctamente, con corrección, con maestría de buen pedagogo.
Una de las lecturas más placenteras es la historia de la Pedagogía. Analizar la confluencia de la raza, cultura, política, filosofía en los sistemas educativos diversos es algo de gran importancia. Acercarse a la Paideia griega hasta la concepción unamuniana de la pedagogía es del mayor interés para los interesados en cuestiones educacionales.
El Señor habla de la corrección fraterna. Se trata de una pedagogía eclesial, no puramente humana, sin más. Si tu hermano peca… dice hermano y dice tu. No dice “un hermano”. La dimensión afectiva queda bien expresada, suficientemente. Se trata de nuestro hermano. Quedan unidas la pedagogía y la caridad. Caín no se sentía responsable de su hermano porque no tenía amor. Al hermano mayor del hijo pródigo no le alcanzaba el amor para querer a su hermano. En la Iglesia funcionan a veces los guetos y no el espíritu de comunidades abiertas, sanas, hermanas, universales.
El Señor aconseja una progresión en la educación. Ni decirlo todo de golpe, ni tomarse la justicia por su mano, ni corregir faltas cada diez años. Equilibrio, valentía, energía y amor. Todo en su momento.
Pero la terquedad del hermano puede rallar con lo diabólico, es decir, cerrazón opaca, impenetrable a los rayos de la caridad. En ese caso Jesucristo reacciona con toda justicia. “Si no hace caso considéralo un gentil o un pagano”. Es el momento duro para el amor: la no recepción del amor. No se puede hacer apostolado con el diablo, no se puede “echar una perla a un cerdo“. Si no te hacen caso sacúdete el polvo con las sandalias de los pies. La responsabilidad es algo muy serio que los seres humanos no solemos comprender en toda su profundidad. Responsable es el educador. Responsable es el educando.
Con todo, como regla general siempre será verdad aquello de “más moscas atrae un dedal de miel que un barril de vinagre” (San Francisco de Sales)
Francisco Lerdo de Tejada