La distancia entre la caridad y las buenas obras
El Sermón de la Montaña es el marco incomparable en el que todo lo que sigue cobra sentido, un marco en el que el ideal del hombre de hoy se derrumba ante las bienaventuranzas: “Dichosos los pobres de espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos… Dichosos los afligidos porque ellos serán consolados, dichosos los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3ss). Se trata de una locura, sin duda, para la sociedad actual, en la que se huye del sufrimiento en pos de la felicidad frágil, temporal y sin cimientos, buscando descollar por encima de los demás, incluso vistiendo el narcisismo de buenas obras: es una sumisión al eros, insatisfecho en su eterna tensión hacia el verdadero agapé.
El ser humano se siente limitado para amar por sí mismo y siente que en el otro puede superar esa incapacidad. Los límites individualistas de la ética, ethos, intentan ser superados por la colectividad de la moral, pero todo termina en un buenismo o buenas intenciones encaminadas a un ideal humano de bondad. Un ideal que se agota en uno mismo y que termina revertiendo sobre el propio yo. Se agota dentro de sus propios límites aquello que no persigue trascender. Se idealiza el autor de las buenas obras y se corre el peligro de idolatrar un ídolo con pies de barro, o espejos y espejismos en el caso de caer en el propio narcisismo.
El vano lucimiento personal por encima de la gloria de Dios
Con motivo de la Plenaria del Consejo Pontificio Cor Unum, el cardenal Antonio María Rouco Varela, presidió en el Vaticano la misa votiva Ad postulandam charitatem (para pedir la caridad), que clausuraba esa XXV asamblea. La homilía estuvo centrada en el más importante de los carismas, la caridad, el amor: carisma que centra todo el mensaje evangélico de Jesucristo en comunión con el Padre y el Espíritu Santo.
Sin embargo, no fue el objetivo del cardenal regalar los oídos a nadie con bonitas palabras, sino decir clara y sencillamente que no todo es caridad, que no todo es comparable, que no todo vale. Sólo salvaguardando correctamente los límites, podremos mantener en la caridad el referente cierto y seguro de la misión del cristiano y, en general, de todo hombre creado por Dios.
Dice así el cardenal en la homilía:
“La orgullosa autoconciencia del hombre actual y de su poder sobre la naturaleza y sobre el mismo ser humano, y su rendirse constante ante los ídolos del placer y del dinero, le han hecho más vulnerable que nunca a la tentación de hacer obras buenas, de hacer un tipo de bien acomodado a su imagen y semejanza y para su gloria, la gloria propia del hombre; no para la gloria de Dios”.
Duras palabras que evidencian el corazón del hombre. Es cierto que todo ser humano tiene cierta inclinación a obrar el bien. ¿Quién no se ha sentido feliz después de haber ayudado a alguien en la medida que fuera? No es menos cierto que dicha inclinación se ve con frecuencia acompañada por la tendencia contraria, el pecado. Muy bien lo dice San Pablo cuando se dirige a la comunidad de Roma:
“Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7,15-24).
Lo realmente valioso es tener un nítido discernimiento de los dos impulsos que mueven al hombre y sus efectos, San Pablo lo tenía claro, pero quizás nosotros no siempre sepamos distinguirlos. No es alcanzable la meta en la que se basa el “buenismo”. Nuestro objetivo no es ser perfectos según los criterios del mundo, sino aprender a reconocer nuestras caídas y mirar siempre al Único que tiene la capacidad de levantarnos y rehacernos. Lo que está claro es que el mundo actual no los distingue con facilidad y uno de ellos es fácilmente disfrazable en el otro. Es esto mismo a lo que se refería el cardenal Rouco en la anterior intervención, la cual prosigue así:
“Entonces sucede lo que el Santo Padre nos advertía en su mensaje para la Cuaresma del presente año 2008, que lo que nos importa es, antes que el verdadero bien de nuestros semejantes, la satisfacción de un interés personal o simplemente llamar la atención para obtener el aplauso de los demás, para lucirnos”.
vivir el amor de Cristo en comunión fraterna
El Amor, dice san Pablo en su carta a los Corintios, no se jacta, no se engríe. ¡Cuántas veces habremos hecho las cosas para que se vean, buscando el aplauso equivocado y dañino! “Que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda” (Mt 6,3).
En la sutileza de la confusión reside el peligro de la adulteración. Los significantes intercambian significados y dejan a las palabras vacías de su contenido original, con el peligro que ello conlleva, pues pensamos con palabras y actuamos conforme pensamos.
El cardenal alerta de este peligro dentro de la propia Iglesia:
“Quizás hemos olvidado un tanto lo evidente en la concepción y en la realización de la vida cristiana, a saber, que se rige por el gran mandamiento de Jesús…: que os améis unos a otros como yo os he amado.” Además advierte de la dificultad de la labor realizada por la Iglesia: “En esta situación, el efecto en profundidad de la acción socio-caritativa de la Iglesia se diluye y el medio-ambiente ético y cultural de la sociedad prosigue contaminando de un creciente, frío y cruel egoísmo”.
¿La solución?
“El camino real, el más sencillo, humana y espiritualmente, para que los agentes de la acción socio-caritativa de la Iglesia vivan crecientemente en y del amor de Cristo, es el de la inserción en la comunidad cristiana de su diócesis, de su parroquia y de la que se pueda hacer presente en otras realidades eclesiales, reconocidas por la Iglesia… Vivir cotidianamente en y de la comunión eclesial de la Palabra, de los sacramentos, de la oración y de la diaconía al servicio fraternal de los hermanos, que vive su momento más expresivo en la celebración semanal del Domingo”.
Vemos que de nuevo la solución pasa por superar el individualismo y hacer comunión, comunidad eclesial. No una comunidad distante y que no supere el anonimato de las grandes urbes, sino una comunidad fraterna en la que cada uno está en función del otro, porque redescubre que el otro es Cristo. Una comunión sacramentalizada y vivida tras la experiencia pascual del Resucitado. Una comunión que se nutre de la Iglesia como único medio que capacita para la verdadera “diakonía”.
“Vida eclesial que ha de verificarse en el amor practicado en el matrimonio y en la familia, en el trabajo y en la vecindad, en la vida pública, en el contexto general de la sociedad y en la comunidad política”.
pequeñas iglesias domésticas: germen de fe y caridad
La familia es y seguirá siendo el centro de la Iglesia, el germen del amor, el lugar de gestación y transmisión de los principios básicos, de la fe y de la caridad. ¡Cuántas personas son incapaces de amar porque no lo han visto nunca en sus padres! ¡Cuántos traumas salen a la luz años después de haber sido gestados en un ambiente familiar carente de amor o con una idea desvirtuada y totalmente confundida del mismo, bañada de sentimentalismos y obligaciones enfermizas!
¡Cuántas personas se han santificado en el silencio y anonimato de su propio hogar! La familia es el lugar que eligió Dios para que su Hijo se encarnara, creciera y viviera. Es un lugar privilegiado para el amor al otro, para el morir al otro, para vivir en comunión con Cristo. Es el lugar fuente de la vida y que no tiene otro sentido que dar la vida al otro, una vida con mayúsculas.
“No es posible, sin contradicciones insoportables, ser actor de la actividad socio-caritativa de la Iglesia y comportarse como un tirano en la propia casa y en la vida profesional. De este modo, profundamente enraizado en la experiencia personal y comunitaria de la Iglesia, visibilizada y realizada en la vida ordinaria, crecerá la personalidad verdaderamente cristiana y apostólicamente comprometida de los actores de la actividad socio-caritativa de la Iglesia: ¡así difundirán el buen olor de Cristo, se acrecentará la voluntariedad evangélica y aumentará el número de los voluntarios de la caridad!”.
Efectivamente, qué fácil es amar a los que están lejos y qué difícil a los que están a nuestro lado. Aquellos a los que no elegimos, nuestra familia, los compañeros de trabajo, los vecinos, son a los que más difícil resulta entregarnos en el amor. Pero esos son Cristo, que nos recuerda: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros” (Jn 15,16). A los que viven bajo nuestro techo no los podemos despedir, siempre están ahí, a tiempo y a destiempo, a las duras y a las maduras; y es ahí donde nuestro amor es puesto a prueba. Esto por nosotros mismos es imposible; con la ayuda del Espíritu Santo y, viendo en los otros el rostro de Cristo, no sólo es posible sino que es urgente y apetecible.
Que Dios os bendiga