Uno de los fundamentos de la vida cristiana, urgido en Cuaresma, es la ‘conversión’. No es fácil entender en su profundidad este término latino, y mucho menos practicarlo de forma constante. Su sentido primero sería el abandono de la mala vida volviendo al camino de Dios, pero su contenido profundo es el de un encuentro de amor con el resucitado, como el de María Magdalena. Una conversación de amor.
Aunque toda vida cristiana sea conversión, como tendencia incesante hacia el encuentro de amor con el Padre, los monjes que siguen la Regla de S. Benito son profesionales de esa conversión. Los votos o promesas que profesan no son «castidad, pobreza y obediencia», sino (obaudientia) obediencia, (conversatio morum) conversión de costumbres y estabilidad. Y las profesan, probados ya en el seguimiento duro del camino, no antes. Sería un absurdo pensar que tienen que cambiar constantemente el norte de su vida, por la conversión profesada, cuando también prometen estabilidad dentro de esas costumbres ya convertidas y regladas.
La «conversatio morum» tiene su plenitud como una actitud pascual, no cuaresmal, porque más que quitar es poner. Es un encuentro, no una huida. Es dejar lo que se estaba haciendo, para estar plenamente receptivo a lo que llega. Y lo que llega es conversación de amor, “conversatio a-morum”, en libertad total, sin reglas ni costumbres de la carne, que encadenen la entrega aceptada en la escucha de la Palabra, la “ob-audiencia”. Es volverse para dar la cara a Dios y recibir lo que Él nos quiera dar de su imagen resucitada.
La primera conversa conversante fue la Magdalena. La mañana de Pascua, María «se volvió hacia atrás», de lo que era su cuerpo llorando de cara al sepulcro, y entonces vio a Jesús, conversó con Jesús, se abrazó al recién resucitado. («Conversus est retrorsum..») No entenderemos la «conversión» cuaresmal, hasta que se transforme en conversación de amor, sobre la luz y gracia de la Pascua.