«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”». (Jn 14, 27-31a)
El evangelio de hoy, con el que se cierran las despedidas de Jesús en su última cena (pascua), contiene una síntesis sobrecogedora acerca de su misión. Ha llegado “su hora”; explica directamente Quién es, anima a los discípulos frente a lo que se avecina, y nos abisma a todos en fugaces destellos del misterio de la Santísima Trinidad.
Lo inexorable es que “llega el Príncipe de este mundo”. El Príncipe de este mundo, el Divididor, es un ángel “caído”; algo terrible para un ser que ha conocido directamente a Dios. El Diablo conoce a Dios, pero Jesucristo conoce a Satanás; sabe que no tiene poder contra Él. Las Escrituras, retroalimentando la historia y la fe de Israel, han condensado que hay un solo Señor; y Jesús ya se lo había recordado al Demonio cuando las tentaciones en el desierto.
Lo que aquí resulta asombroso es la explicación que el Maestro ofrece sobre el progreso de las tinieblas, el porqué del “avance” del Maligno, la razón de ser del mal. Todo ocurrirá así porque “El mundo tiene que comprender que amo al Padre”.
Miles de veces me he preguntado por qué la salvación tuvo que ser cruenta, tan atroz el sufrimiento de Jesús, tan completo el padecimiento y el fracaso de “El Rey de los Judíos”.
Nosotros cotidianamente renegamos como aquel compañero de Gólgota que retaba a Jesús. Pienso que le prestamos la voz al Demonio cuando le imprecamos: Si eres hijo de Dios ¿Qué necesidad tenías de sufrir tanto? ¿No es verdad que Tú mismo te derrumbaste, preguntando a tu Padre por qué te había abandonado? Si Dios es amor, ¿a qué viene tanto sufrimiento?
Dice el Concilio que el enigma del sufrimiento y la muerte nos aplasta a menos que comprendamos a Cristo. Gaudium et Spes nº 22 lo ha esculpido para la eternidad: “En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”.
En las revelaciones de la víspera de su pasión, Jesús —de igual dignidad que el Padre y el Espíritu— se declara, por así decir, menor que el Padre; propiamente “Hijo”, “el Padre es más que yo”. Nos dice que hay cosas que solo el Padre conoce, que el Padre tiene una “voluntad” sobre Él, que no inventa nada sino que se atiene a Sus mandatos, etc.
En el pasaje de San Juan que proclamamos hoy va más lejos, y expresa bien a las claras que lo que explica el hecho constatable de que el Diablo también tiene su hora —que no poder sobre Él— es que el mundo ha de convencerse de algo increíble, de que “ama al Padre”.
Amar al Padre podía quedar en una frase hecha, en unas palabras huecas, en una muletilla que todos hemos desgastado. Pero el sufrimiento nos despabila, depura nuestra voluntad, nos baja hasta la autenticidad. Si está dispuesto a todo sufrimiento (la humillación, el desprecio, el abandono, la traición, el fracaso, la burla, la injusticia, la tortura, la angustia, la soledad… la muerte) entonces es verdad que “ama” a su Padre. No hay otra comprobación de la autenticidad del amor sino con el sufrimiento. Ya lo había autentificado: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos”.
Puede que nosotros sigamos pensando que es absurdo el sufrimiento, que el mal carece de sentido, que el amor de Dios hacia los hombres no necesitaba dejar protagonismo a los ángeles rebeldes, etc., pero lo cierto es Jesucristo “entró” en la voluntad de su Padre para regalárnoslo como “Padre nuestro”, y para “convencer” al mundo (en el que estamos todos concernidos) de que en verdad ama a su Padre, incondicional y totalmente; Él ama lo que su Padre quiere.
Es así, con el misterio del sufrimiento y de la muerte, como se nos abre una rendija a la contemplación del amor intratrinitrio. Si Cristo no rehusó ningún padecimiento humano, todos —por duras que sean nuestras circunstancias— podemos tener esperanza. Si Él no ha dejado de experimentar ningún dolor moral, ninguna herida nuestra puede dejar de ser redimida. Si se inmoló a sí mismo, todos nuestros pecados e iniquidades pueden quedar perdonados.
En el amor a la —para nosotros desconcertante— voluntad del Padre, nos mostró que Él es el Camino, la Verdad y la Vvida. Puso por obra que actuaba según el Padre le había ordenado. Y nos da nuestra oportunidad de adherirnos a esa Voluntad: “…para que cuando suceda creáis”.
Nuestra incredulidad ahí sigue, pero la paciencia del Señor también. Y la Iglesia, constante como madre que es, insiste día tras día para convencernos. Jesucristo ama al Padre porque le obedece, porque cumple su voluntad, porque comparte su designio salvador sobre todos nosotros: que todo el que crea en Él será salvado. Ahora entrevemos que creer que Él ha sido enviado por el Padre, como contenido central de la Fe, es algo muy intenso que se adentra hasta lo mas profundo del enigma del hombre hasta conferirle sentido al sufrimiento. El “amor hasta que duela”, como solía decir Madre Teresa de Calcuta, la obediencia, se convierte en el elemento clave para convencer al mundo, no de cualquier cosa sino de lo esencial; que El Hijo ama al Padre.
Francisco Jiménez Ambel