«Después que se saciaron los cinco mil hombres, Jesús en seguida apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar. Llegada la noche, la barca estaba en mitad del lago, y Jesús, solo, en tierra. Viendo el trabajo con que remaban, porque tenían viento contrario, a eso de la madrugada, va hacia ellos andando sobre el lago, e hizo ademán de pasar de largo. Ellos, viéndolo andar sobre el lago, pensaron que era un fantasma y dieron un grito, porque al verlo se habían sobresaltado. Pero él les dirige en seguida la palabra y les dice: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Entró en la barca con ellos, y amainó el viento. Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender. (Mc 6, 45-52)
La imagen de los apóstoles remando contra viento y marea, con el ánimo impregnado de inquietudes e interrogantes, puede compararse, en verdad, con la situación que vivimos en el mundo contemporáneo, no solo para los que están fuera de la Iglesia, sino también para los que se encuentran en ella.
La humanidad se ha embarcado en una nave en la que la imagen de Dios se ha tirado por la borda. Todas las crisis que la azotan son consecuencia de esto y mientras el corazón del hombre no cambie estará abocado a permanecer en la ciénaga. Las soluciones que este hombre presenta son solo parches y toda mejoría es voluble y pasajera. No se soporta nada que tenga que ver con lo trascendente y, para olvidar o tapar la existencia de la muerte, es necesario embarcarse en una serie de “atracciones” encaminadas a evadirse de la verdad, al precio que sea. Este tinglado desemboca en la manifestación de un egoísmo primitivo, de supervivencia, que se refleja en todas las violencias y tensiones que padecemos en la actualidad.
En medio de este caos, los católicos están obligados a ir contracorriente; y en este combate pueden caer también en tentaciones como la de pretender que Jesús actúe como si de un líder terrenal se tratase, haciendo uso de su poder para violentar o aplastar a los agentes de iniquidad. Se puede perder el discernimiento y querer construir un paraíso en la tierra. Ante este peligro, Jesús nos ofrece en este evangelio la oración como una tabla de salvación que nos libre de no reconocer su presencia salvadora en medio de la historia. Porque podemos estar esperando otra presencia, tras la que se oculta la faz del demonio.
Jesús les dice a sus apóstoles: “Ánimo, no temáis, que soy yo”. Sus mentes se hallaban embotadas por muchas preocupaciones. Nosotros también podemos ser dominados por la idea premonitoria de que este mundo se dirige inexorablemente hacia su destrucción. La fe puede oscurecerse por el miedo; en ese estado no se puede reconocer al Señor y sus obras pasarán desapercibidas. Podemos llegar a ver nuestra vida como un enorme fracaso.
Cuando Jesucristo se retira a orar, deja a sus discípulos en la barca, en medio de las contradicciones de la vida, para después aparecer con fuerza, liberándolos del desánimo que padecían.
El Señor viene hoy, a través de este evangelio, para consolar a todos aquellos que se sientan desanimados o derrotados en una sociedad en la que el mal parece llevar la voz cantante. Jesucristo nos recuerda que nuestra fe no está depositada en un dios limitado o con imperfecciones. El Señor en el que creemos es el creador de la vida y por eso puede caminar por encima de las aguas de la historia.
Es imprescindible “actualizar” todos los días nuestra fe; así podremos experimentar que nada está perdido si permanecemos en Él y que nuestro destino es la vida eterna. El demonio puede ganarnos alguna batalla pero la guerra la tenemos ganada en el Señor. No importa el panorama que nos rodee o si estamos inmersos en acontecimientos de muerte porque con Jesucristo siempre podemos resucitar. Con la fuerza de esta verdad podemos vencer al miedo y estar siempre alegres, como nos invita San Pablo.
Apoyados en Jesucristo podemos vivir y combatir en una Europa que se ha adentrado en la apostasía generalizada, que practica y “normaliza” el asesinato de niños en el vientre de la madre. Podemos “denunciar” al maléfico poder del dinero que degrada y deshumaniza a sus victimas y que provoca tantas situaciones de indignidad para el ser humano.
Aunque sea cierto que muchas veces la violencia y la degeneración aparecen con enorme fuerza, el mal consigue cruentas victorias y el demonio vence a la humanidad con sus mentiras y engaños, no es menos verdad que, por encima de todo, tenemos a un Dios misericordioso, que es más fuerte que el mal y nos dice al oído: “Ánimo, no temáis”. Por lo tanto, nuestra barca no puede naufragar, por muy fuerte que sea la tempestad. Con esta garantía podemos vivir libremente y en paz, porque todas nuestras batallas las libra el Señor.
Hermenegildo Sevilla