En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.
El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande». Mt 7.21.24-27
El evangelio de hoy nos presenta el final del Sermón de la Montaña, en el que Jesús, después de haber trazado el esquema de la vida cristiana nos recuerda que el alcance de la vida eterna no es cuestión de palabras ni de buenas intenciones sino de hechos. La santidad consiste en hacer la voluntad de Dios cada día de nuestra vida. Así, en otro lugar del evangelio presenta la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña; el primero dijo que iría, pero no fue; el segundo se resistió al principio pero acabó yendo. Éste fue el que hizo la voluntad del padre, porque en la vida cristiana, como en todas las cosas, se trata de hechos, no de buenas razones.
Pero para poder seguir al Señor es necesario poner un buen fundamento, porque, como nos recuerda el evangelio, uno puede construir sobre tierra o sobre roca. Hacer lo primero es una necedad, pues una construcción basada en la tierra, por muy sólida que pueda aparecer corre serio peligro de derrumbarse cuando aprietan las dificultades. El evangelio habla de vientos, inundaciones o terremotos. Nosotros hemos de aplicar dicha metáfora a nuestra propia vida, ¿sobre qué está edificada? ¿Sobre tierra o sobre roca?
Edificar sobre tierra supone construir nuestra vida apoyados en realidades humanas, bien sean otros hombres o sobre nosotros mismos. En este caso nuestra vida se encuentra seriamente amenazada porque las opiniones de los demás son cambiantes y carecen las más de las veces de fundamento, siendo como es el hombre débil y mudable. Las fuerzas humanas, por otro lado, por muy sólidas que sean son, al fin y al cabo, humanas y, por tanto, limitadas. Por ello, cuando aparecen las dificultades, como rechazos, fracasos, enfermedades, muertes…, la solidez de nuestra vida se desvanece por la incapacidad humana de vencer a la muerte.
Otra cosa es edificar sobre roca, pues “la roca es Cristo”. Del mismo modo que una casa cimentada sobre roca puede soportar vientos huracanados, inundaciones y temblores, así, quien está asentado en Cristo nada puede temer, pues si vivimos con Cristo, reinaremos con él, y si nos hemos hecho semejantes a él en su muerte, lo seremos también en su resurrección. El que está en Cristo puede exclamar gozoso con San Pablo: “¿Quién me separará del amor de Dios: la angustia, el hambre, la persecución, la espada?”
Este es el verdaderamente sabio, que ha sabido elegir la mejor parte. Quien está en Cristo nada puede temer, pues como les decía Jesús a sus asustados apóstoles en medio de la tormenta: “Hombres de poca fe, ¿por qué tenéis miedo? Yo soy”. Cristo es el señor de la vida y de la muerte, del espacio y del tiempo, sustentados en él andamos seguros ya que nos toma con su mano derecha y os conduce según sus planes a un destino glorioso.