«En aquel tiempo, mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: “¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David, inspirado por el Espíritu Santo, dice: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies’. Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?”. La gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo». (Mc 12, 35-37)
En su entrada en Jerusalén, Jesús se manifestó como el Mesías prometido, pero al mismo tiempo con sus gestos dejó intuir su condición divina. En el pasaje evangélico de hoy sus palabras hacen también entrever que Él es Dios, que es el Señor. Confesar que «Jesús es el Señor» es lo propio de la fe cristiana. Significa reconocer su divinidad y su señorío sobre el mundo y sobre la historia. Y, como recuerda el Catecismo, también implica «reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino solo a Dios Padre y al Señor Jesucristo» (CCE 450).
Desgraciadamente, muchas personas ven en Dios a un rival. Siguiendo la actitud del rey Herodes ante el nacimiento de Jesús, prefieren permanecer ciegos a los signos de Dios y sordos a sus palabras porque piensan que el Señorío de Jesucristo impone límites a su libertad y no les permite obrar a su gusto. Piensan falsamente que si dejan entrar a Dios en sus vidas, perderán derechos y sus ámbitos de libertad quedarán reducidos.
Este es un peligro que nos acecha a todos: ver a Dios como un rival, como un competidor, como un contrincante. Por eso, Benedicto XVI ha recordado que «debemos alejar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría». (Benedicto XVI, Homilía, 6 de enero de 2012)
Jesús: que te acepte como Señor de mi vida, que te deje entrar de verdad en mí: en mi tiempo, en mi pensamiento, en mi corazón. Que no haya ni afectos, ni planes, ni trabajos, ni relaciones familiares o sociales donde Tú no ocupes el lugar principal. ¡Qué bien vivimos personalmente la verdad sobre el Señorío de Jesucristo, y con cuánta eficacia evangelizadora lo mostramos a nuestro alrededor, cuando procuramos querer, comprender y perdonar a todos!
Pero no veamos nunca a Jesús, por ser el Señor, como alguien lejano: se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Al meditar el evangelio de hoy me ha venido a la cabeza una inscripción preciosa que hay en el altar de la Santa Casa de Loreto en Italia: «Aquí el Verbo de Dios se hizo carne». Es el mismo rótulo que está grabado en el altar de la Sagrada Gruta en la Basílica de Nazareth (Palestina), donde la Virgen María recibió la Anunciación del Arcángel San Gabriel. Cuando los peregrinos de Loreto leen estas palabras no solo recuerdan la vinculación que, según la tradición, existe entre ambos lugares, sino que sobre todo perciben más hondamente el acontecimiento maravilloso por el que el Verbo de Dios se hizo Hombre.
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Para que sea de verdad el Señor de nuestra vida, hemos de conocerle cada vez mejor a través de la contemplación de su vida y de sus enseñanzas. «Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”. — Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?» (San Josemaría, Camino 382). Leer y meditar el evangelio es el mejor camino para conocer a Jesucristo, para dejarle ser la razón de nuestra vida y la luz del mundo. Y para disfrutar escuchándole como hacían las gentes que le oían en el templo, según nos narra el evangelio de hoy.