«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ‘¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido’. El administrador se puso a echar sus cálculos: ‘¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa’. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi amo?’. Este respondió: ‘Cien barriles de aceite’. El le dijo: ‘Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta’. Luego dijo a otro: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’. Él contestó: ‘Cien fanegas de trigo’. Le dijo: ‘Aquí está tu recibo, escribe ochenta’. Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que habla procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”». (Lc 16,1-8)
No sé qué decir, pero voy a tirar del hilo del evangelista Lucas que sé que está reconocido como el evangelista de la salvación, y como al escribir esta parábola la coloca en el momento en que Jesús va camino a Jerusalén, me da la impresión que nos está diciendo que el tiempo de Jesús se acaba, y por tanto nos dice a nosotros, navegantes de esta bella Tierra, que nuestra vida también está limitada en el tiempo y en el espacio. A unos antes y a otros un poco después, la vida se nos escapa y nos queda poco tiempo de administrar los bienes. ¿Qué bienes? Nuestra vida, que es el mejor de los bienes, y las posibilidades que tenemos de relacionarnos con los demás.
Al administrador se le avisa de que ya no seguirá en su puesto, ¿es lo mismo que se nos dice a nosotros? La vida, por muy larga que sea, llegará a los ochenta, quizás a los cien, pero no deja de ser un suspiro, y de cualquier manera nos puede sorprender cuando menos lo esperemos.
El administrador se entera de que le queda poco y se pone a dar solución a su vida. Nosotros, a través de esta palabra quedamos advertidos hoy de que nuestra administración también se acaba. ¿Seguimos erre que erre como si fuéramos a vivir eternamente? Si esta palabra es una buena noticia para nuestro tiempo, ¿a qué nos invita?
Primero, a reconocer a un solo Dios y no otros dioses entre los que se encuentra el dinero, que nos impide conocer al Dios de Jesucristo, un solo Dios y Padre que posibilita que los hombres seamos hermanos.
Segundo, a empezar a preparar un tesoro con el dinero injusto, a ser solidarios, a poner en el centro de nuestras decisiones al ser humano y su dignidad.
Tercero, a dar gracias porque esta palabra nos ayuda y nos enseña que la vida no es ilimitada, que tenemos un tiempo y un espacio para vivir como seres humanos, que tenemos la posibilidad de hablar, dialogar, llegar a acuerdos, firmar pactos de no agresión, organizar un reparto equitativo de los bienes, quitar el hambre del mundo, buscar la paz y no la guerra, reconocer la diversidad de credos y postulados. Hoy se puede decir que la Tierra que habitamos es de todos, administremos bien los bienes que se nos han dado y aprendamos a conocer nuestra vida y la de los otros.
Y entonces ¿qué podemos hacer? ¿Acaso puedo hacer yo alguna cosa? Si dejamos aparcados las obligaciones, los moralismos, las leyes, los preceptos, los compromisos, las voluntades, las coherencias, los juicios, los mandatos…, ¿qué nos queda? La gratuidad.
Este evangelio, esta parábola, es una buena noticia para todos, porque nos permite hacer una cosa que quizás nos suele pasar desapercibida, y es: que todo nos ha sido dado, todo es un regalo. Ningún ser humano ha hecho nada para haber nacido en una familia, en una tierra y un mundo que, siendo tan magnifico, está gimiendo y esperando que cambie el rumbo de nuestro egoísmo y de nuestro encierro en nosotros mismos.
Alfredo Esteban Corral