«A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: “¡ No! Se va a llamar Juan”. Le replicaron: “Ninguno de tus parientes se llama así”. Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: “Juan es su nombre”. Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: “¿Qué va a ser este niño?”. Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel». (Lc 1, 57-66. 80)
Quizá, muchos de nosotros nos preguntemos: ¿qué tiene que ver conmigo este Evangelio? Yo mismo, al ver que tenía que comentarlo, he tenido cierto pensamiento negativo al ser un evangelio con poca “chicha” ─según mi pobre criterio─ para poder “lucirse”. ¡Qué necio soy! Viendo el Señor mi poca capacidad y pensando principalmente en aquellos que tienen la buena voluntad de acercarse a esta web en busca de una palabra de aliento, de consuelo, ha tenido a bien darme un poco de luz.
Es una palabra sin desperdicio que nos habla de las historia concreta de una familia, porque no hay que olvidar que aunque hoy celebremos la fiesta de San Juan Bautista, este existe y lleva a cabo la misión para la que el Señor lo eligió porque estaban ahí Isabel y Zacarias para ayudarle.
Isabel, una mujer posiblemente frustrada por su incapacidad para tener hijos; ya mayor, tal vez no se esperara este acontecimiento que Dios tenía preparado para ellos. Lucas define a esta pareja de forma muy acertada con esta frase: «ambos eran justos ante Dios».
Esto es importante ya que podemos tener una historia rodeada de acontecimientos que no nos gustan, que frustran nuestras ilusiones y esperanzas, pero que al entrar en ellos, al aceptarlos, te haces justo (te ajustas a ellos) a los ojos de Dios y por tanto glorificas su nombre; haces una profesión de fe, de que Dios está por encima de tus proyectos.
Es precisamente esta actitud de justa la que le permite a Isabel reconocer en su prima María la elección que Dios había hecho sobre ella y desde la humildad, la llama Bendita y se siente agasajada y anonadada por aquella visita.
Zacarías ─por el contrario─ nos muestra una imagen diferente que viene hoy en nuestra ayuda. Él era un sacerdote del templo de Jerusalén, pero cuando el ángel se le aparece para confirmarle que el Señor ha escuchado su oración y que le ha concedido lo que estaba pidiendo, no cree. Qué paradoja ¿verdad? Muchas veces los que estamos más metidos en la Iglesia somos los que más dudamos de Aquel al que llamamos Padre. Mientras que desde Isabel salía una palabra de exultación, de alabanza y de reconocimiento, en Zacarías se daba la mudez; el silencio de la incredulidad. Cuando nos vemos incapaces de hablar a los demás de Dios, de nuestra experiencia, de las maravillas que Él ha hecho en nosotros y en nuestros hermanos es porque dentro de nuestro corazón habita la incredulidad. No somos capaces de creer en el poder de Aquel que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos. No creemos que nuestro Señor es el Dios de la vida.
Aun con todo, la misericordia de Dios está siempre a nuestra puerta. Al presentar al niño para su circuncisión y ponerle un nombre, esta familia va a hacer de nuevo patente que todo lo que les está ocurriendo no es una casualidad ni nada por el estilo, sino que es una obra de Dios, que ha tenido misericordia de ellos y los ha elegido para una misión patentizada en este niño. Por eso el nombre elegido será Juan, que viene del término Yohanan, que quiere decir “Yahvé es benigno”. Cuando la gente presiona a Isabel para que haga “lo razonable”, lo “políticamente correcto”, ella insiste que el nombre que debe llevar es Juan, y al mismo tiempo el corazón de su marido se convierte, se abre, y llenándose del Espíritu Santo confirma en el nombre de su hijo el poder y la misericordia de Dios.
Pero no todo queda ahí, sino que habiendo aceptado que este hijo no tenía la función de satisfacer el deseo que ellos pedían ver cumplido para encontrar así el sentido de su vida, asumen su paternidad con la prioridad puesta en la misión designada por Dios para ellos, y en particular, para Juan. Esto implicaba que su preocupación no estuviera solo en que creciera en estatura, sino también en espíritu, y así irle preparando (defendiéndole del mundo) hasta ver la voluntad de Dios sobre él.
Esta parte nos ayuda a preguntarnos sobre nuestra actitud para con nuestros hijos. ¿Buscamos en ellos nuestro éxito, nuestros ideales, nuestras asignaturas pendientes? ¿Nos preocupamos de su crecimiento espiritual de igual modo que del físico, educativo y profesional? ¿Les damos como una posibilidad una vida dedicada a Dios al cien por cien como misionero, religioso, sacerdote, monja, etc.?
¿Y si no tengo hijos esta palabra no es para mí? Si no tienes hijos el Señor te permite hoy tener un día de meditación para reflexionar sobre tu vocación, sobre tu disposición, sobre tu vida con respecto a Jesús. ¿Cómo preparas el camino para que Él pueda llegar a los que tienes cerca? No te engañes, no hace falta hacer doble salto mortal, irte a Siberia o hacerte de las hermanas de Calcuta. Simplemente ajústate a la historia a la que el Señor te llama, como hizo Isabel.
El Señor necesita de precursores, de voceros, de iconos de santidad que preparen los caminos a este Jesús que quiere habitar en medio del hombre.
Ángel Pérez Martín