«Al oscurecer, los discípulos de Jesús bajaron al lago, embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafárnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado; soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando. Habían remado unos cinco o seis kilómetros, cuando vieron a Jesús que se acercaba a la barca, caminando sobre el lago, y se asustaron. Pero él les dijo: “Soy yo, no temáis”. Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban». (Jn 6,16-21)
La barca zarandeada por los vientos y las olas parece que va a zozobrar, Jesús está ausente, los apóstoles sumidos en plena noche —noche que los envuelve por fuera y los atenaza por dentro—, el miedo se apodera de ellos. El episodio que nos presenta el evangelio de hoy nos ofrece una perfecta descripción de la marcha de la Iglesia a través del mar tempestuoso de la historia, y refleja muchas de las situaciones personales en las que nos encontramos a través de nuestra existencia.
¡Tantas veces nos vemos envueltos en acontecimientos que nos llenan de temor! Parece como si todo se vuelve en contra nuestra; los problemas nos atosigan, los amigos quedan lejos o nos abandonan, la oscuridad nos cerca y no acabamos de ver la salida, nuestra vida se siente amenazada y el temor nos oprime hasta dejarnos sin aliento. Nos presentan el diagnóstico de una grave enfermedad, nos quedamos sin trabajo, sufrimos un serio accidente, nos sobrecoge la noticia de la muerte de una persona querida, nos resulta imposible llevar adelante a la familia, sufrimos ataques injustificados e injusticias por parte de otros…
Todo ello nos espanta y pareciera como si la nave de nuestra vida estuviera a punto de irse a pique y, por encima de todo, sentimos que Dios está ausente. El mal y el sufrimiento aprietan su argolla sobre nuestro cuello, clamamos a Dios y no responde. ¿Dónde está Dios que no acude en nuestro socorro? Tantas veces nos hemos hecho esta pregunta al vernos abocados al sufrimiento nuestro o del mundo, desconcertados por el aparente dominio del mal entre los hombres. ¿Qué salida nos queda? ¿Renegamos de Dios que parece habernos abandonados o nos quedamos paralizados por el miedo, como los apóstoles en medio del lago?
Sin embargo, aunque parezca ausente, Él está siempre a nuestro lado. Ciertamente que envía solos a los apóstoles a que se adentren en el mar, cierto que deja que la noche los cubra y el viento les meta el miedo en el cuerpo; Él somete a prueba, pero no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, pues con la prueba nos da su gracia, y, en el momento menos pensado, cuando todo parece perdido, aparece Jesús caminando sobre el lago. Él ha pasado por todas las pruebas, la angustia se ha enroscado a su espíritu, todos sus amigos le han dejado, se ha sentido abandonado hasta por su Padre pero no ha sido sometido, sino que ha puesto su confianza en Aquel que no defrauda porque sabe de quién puede fiarse; por eso ha vencido la muerte y la tiene sometida bajo sus pies, por eso se acerca a la barca en la que tiemblan sus discípulos, porque ha estado siguiendo su lucha y en ningún momento les ha abandonado. Y resuena su palabra. “Soy yo. No tengáis miedo”.
Siempre el mismo mensaje: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Yo soy”. Cristo es, nadie más es; a Él se le ha dado todo poder y nos tiene sólidamente sostenidos en su mano derecha. Podrán venir problemas y dificultades, persecuciones y sufrimientos, de parte de lo que no es, pero nada hay que temer por ese lado, porque todo lo que Dios permite en nuestra vida, todo es para bien, todo es gracia, de lo contrario no lo permitiría.
Fue gracia la cruz de Cristo, son gracias todas nuestras cruces, pues todas ellas conducen a la resurrección, y un breve padecer en esta vida no es nada en comparación con la dicha que nos espera. El problema es que nos hemos acostumbrado a considerar nuestra existencia en el estrecho margen de nuestro paso por esta tierra, y olvidamos que hemos sido creados para la eternidad, pues si es cierto que hemos nacido, no lo es menos que no moriremos jamás; seremos, sí, transformados, pero nuestra vida no tiene fin pues el Amor por el que hemos sido creados es más fuerte que la muerte y en Él solo hay vida. A pesar de la amenaza del mar sobre la barquichuela de nuestra vida, es su palabra la que nos conduce sin temor hasta la tierra firme.
Ramón Domínguez