En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, «porque para Dios nada hay imposible»». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró (San Lucas 1, 26-38).
COMENTARIO
Se han escrito millones de páginas sobre la Anunciación, se ha interpretado, se ha representado, se ha imaginado, se ha pintado… pero a mí lo primero que me llama la atención de este pasaje son sus personajes:
aparecen Gabriel, un ángel; María, una joven desposada[1] con un hombre justo, José[2]; y una prueba, Isabel, una anciana que en su vejez, como Sara, había concebido. Y un mensaje. Y aletea, la presencia de Dios.
Dios es el protagonista de esta historia, es quien envía a Gabriel, el que le encarga la misión de dar el mensaje y una vez recibido, entendido y aceptado ese mensaje, es quien hace, quien obra.
Dios no solo interviene en la historia, como en el Antiguo Testamento, sino que se encarna: el Creador se hace criatura; el Eterno se hace temporal; el Inaccesible se hace cercano; el tres veces Santo se hace pecado (cfr. 2Co 5, 21).
Hay paralelismos entre el inicio de la intervención de Dios en la historia de Israel, con la vocación de Abraham (sal de tu tierra y tu parentela que te daré una tierra y un pueblo… Y creyó no porque fuera crédulo, sino porque entendió que quien se lo prometía tenía poder para hacer lo que prometía, porque reconoció que Dios-Yahvéh era más fuerte que todos los otros dioses a los que había servido) y la de Zacarías, que al igual que Abraham se encontró con el dilema de aceptar o no la promesa (imposible a sus ojos) que le hacían. Abraham miró a Dios, y se fio de Él. Zacarías se miró a sí mismo y a su mujer y no se vio con fuerzas. Y quedó mudo. Y cuando se le soltó la lengua, cuando tuvo al niño en sus brazos, proclamó lo que toda la Iglesia en el rezo de Laudes repite cotidianamente: ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel…!
Esta es la prueba que le muestra Gabriel a María.
Porque María necesitaba una prueba para poder entender qué estaba pasando.
Que Dios tenía poder para sacar de un vientre seco, de unos huesos secos, de un pueblo de dura cerviz, el pueblo de la alabanza, era algo que todos los israelitas conocen. Conocen la historia de Sara, de Moisés, salvado de las aguas, de Ana (cfr. 1S 1, 9-18), la madre del profeta Samuel… Dios es el Todopoderoso…
Pero que Dios se encarne es algo que solo puede estar en lo íntimo de Dios. Ningún hombre puede entender que el Todopoderoso deje de serlo, que el Impasible se haga pasible, sujeto a lo que percibimos de nosotros mismos como imperfección, seres con conciencia y ansia de eternidad sujetos al imperio de la pasión, el sufrimiento, el dolor y la muerte. Nuestra alegría es temporal, nuestra vida es temporal, pero nuestra muerte es eterna, porque, ¿quién ha salido del sepulcro?
Es decir, ¿cómo puede ser que Dios se haga hombre?
Por eso para poder aceptar que Dios se encarne, es necesario una prueba evidente: Isabel está de seis meses, esa a la que llamaban estéril.
Y María, a continuación, va a comprobarlo. Se desplaza de Nazaret a Ein Karen, a unos 150 Km. Y los hijos se reconocen. Pero esa historia es otra, es la que viene a continuación.
Aquí nos enfocamos en ese diálogo entre Gabriel y María: como Abraham, María dio crédito a lo que era imposible concebir, y aceptó la llamada, la vocación del Ángel: ese Fiat, ese Hágase, que tanta resonancia tiene en nuestra espiritualidad no es más que reconocer que Dios toma la iniciativa, que es Él quien se hace carne, el que se hace cercano y como a María hay, hoy, otros ángeles que anuncian la misma Buena Nueva: ¿Quieres que Dios se encarne en tu vida? Eso es lo que hace el Bautismo, es lo que dice Jesús a Nicodemo: (cfr Jn 3, 1-8).
Necesitamos ser engendrados de nuevo, no en nuestra carne, sino en espíritu y en verdad, no en pasión caduca, sino en vida eterna, y para ello Dios necesita, nuestro permiso, como lo necesitó de María. No lo hace a pesar nuestro, sino pidiéndonos permiso.
¿Quieres engendrar tú en tu interior al Salvador? ¿Quieres tener la vida de Jesús?
Es lo que se te pregunta hoy a través de este Evangelio. La respuesta es personal.
[1] Los desposorios en tiempos de Jesús, en Israel, eran un compromiso, una promesa de matrimonio, normalmente realizada entre las familias de los futuros esposos.
[2] Poco se dice en el evangelio de José. Pero la Iglesia siempre ha visto en este varón justo el custodio de la familia de Nazaret, y le ha distinguido con el patronazgo de la Iglesia y también con el patronazgo de la buena muerte; pues, ¿Cómo puede ser el tránsito de esta vida a la eterna con Jesús y María a su lado? “Con vosotros a mi lado, nada temo”.