En aquel tiempo, Jesús y los discípulos volvieron a Jerusalén y, mientras este paseaba por el templo, se le acercaron los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos y le decían: -«¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad para hacer esto? ». Jesús les respondió: -«Os voy a hacer una pregunta y, si me contestáis, os diré con qué autoridad hago esto: El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Contestadme». Se pusieron a deliberar: -«Si decimos que es del cielo, dirá: «¿Y por qué no le habéis creído?» ¿Pero como vamos a decir que es de los hombres?». (Temían a la gente, porque todo el mundo estaba convencido de que Juan era un profeta.) Y respondieron a Jesús: -«No sabemos.» Jesús les replicó: -«Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». Marcos 11, 27-33
En la estructura del evangelio de Marcos, desde el momento en que se sitúa el texto de hoy hasta que comience el llamado discurso escatológico (en el capítulo 13), estos pasajes refieren los encontronazos que Jesús tiene en Jerusalén con diversos grupos (aquí, sumos sacerdotes, escribas y ancianos; más adelante, fariseos, herodianos, saduceos, etc.). Una actitud que se opone a la del pueblo, que le acoge bien.
En este caso se trata de la autoridad con la que Jesús ha hecho «esto», «estas cosas». Los pasajes inmediatamente anteriores han sido el signo de la higuera –que se ha secado debido a una maldición de Jesús– y el de la expulsión de los vendedores del Templo. Probablemente, «esto» se refiera a este último signo, ya que el de la higuera sucede a la salida de Betania y presumiblemente solo con los Doce como testigos.
Los adversarios de Jesús, que son los dirigentes del Templo, se interesan por la autoridad (exousía) con la que ha llevado a cabo ese gesto de expulsar de las inmediaciones del santuario a aquellos que proveían de todo lo necesario para que se pudieran llevar a cabo los sacrificios: los cambistas, que cambiaban las monedas de los peregrinos por moneda aceptable en el Templo, y los que vendían los animales que iban a ser sacrificados (aunque Marcos solo menciona palomas). Algo tan serio –aunque quizá el incidente no hubiera pasado de un nivel simbólico– debía obedecer a una razón poderosa.
Pero Jesús, astutamente, se escapa sin satisfacer su curiosidad (que quizá le trajera problemas). Si no creyeron en Juan Bautista, ¿acaso van a creer en él, que se presenta en el centro del poder religioso –el Templo de Jerusalén– y anuncia con el gesto de la expulsión de los vendedores la desaparición de ese orden viejo y caduco? El verdadero Templo de Dios –y consiguientemente el nuevo culto– es el que vendría cuando se estableciera el Reino; cuando se entablaran unas nuevas relaciones entre los seres humanos, ya que todos eran hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos unos de otros; relaciones que llevaran al perdón de las deudas y a compartir el pan, como enseñó a rezar a sus discípulos.
Posteriormente, los discípulos comprendieron que ese Reino que predicó Jesús y ese nuevo Templo que vendría con él, en realidad no era algo distinto al propio Jesús: que él era el Reino –Dios reinando–, y el Templo nuevo, y a través de él se daría ese culto nuevo, el tributado a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4,23), porque él era la Verdad, y el Camino, y la Vida (Jn 14,6).
La astucia con la que Jesús actúa no está reñida con la sinceridad y honradez, incluso valentía –lo que se llama parresía–, con la que anuncia su mensaje. Ya dijo en otra ocasión que había que ser inofensivos como palomas, pero astutos como serpientes (Mt 10,16). Algo que sus seguidores deberíamos tener muy en cuenta.