«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: “Levantaos, no temáis”. Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”». (Mt 17,1-9)
Hay quien piensa que la religión aliena a las personas; incluso alguna ideología la ha definido como “opio del pueblo”, un invento de los poderosos para asegurarse de que los más desfavorecidos aceptan su situación social sin protestas. Las religiones, en verdad, son una manifestación del deseo alojado en el corazón del hombre de religarse con su origen transcendente. Según esto, las religiones no tienen como finalidad apartar al hombre de la realidad o someterlo a una situación injusta, sino darle verdadero sentido a su vida. Otra cosa es que, a lo largo de la historia, haya habido personas, organizaciones o poderes que las han utilizado para sus fines particulares o para controlar la sociedad.
Las religiones, por otra parte, como elaboración del pensamiento humano, están sometidas a error. Sin embargo, no puede haber error en la Verdad revelada por Jesucristo por ser Palabra de Dios y no de hombre. Jesucristo religa al hombre con Dios definitivamente, por eso se puede decir que el cristianismo es la verdadera religión. La Revelación ha sido hecha a lo largo de la historia por la Ley y por los profetas, llegando a su plenitud en los últimos tiempos con la encarnación de Jesucristo. El cristianismo no es una búsqueda humana de Dios a ciegas, sino Dios que desciende hasta el hombre.
El pasaje evangélico de hoy, leído desde los prejuicios de las ideologías materialistas, parecería que invita a los creyentes a vivir en las nubes, alienados. De hecho, alguna teología acomplejada por todo lo sobrenatural ha tenido que hacer malabarismos para explicar desde la psicología episodios como la transfiguración, los milagros, e incluso la misma resurrección, que es el fundamento de la fe cristiana.
Pero no, Jesús no propone la huida, sino que hace poner los pies en el suelo a sus discípulos, invitándoles a cargar con la cruz de cada día; de hecho no para de advertir con insistencia cómo va a llevar a cabo su misión mesiánica, pasando por la realidad de la pasión y la muerte. No se puede sacar la conclusión de que el cristianismo es una evasión de la realidad, porque afronta el hecho real del sufrimiento y de la muerte, pero desde la Verdad plena que el ateísmo ignora: que la muerte no tiene la última palabra.
A veces se pueden dar experiencias místicas en la vida de un creyente, una gracia de Dios, que fortalecen la fe, sostienen en el sufrimiento con la esperanza, pero no son para que el creyente se instale en ellas. El apóstol san Pablo, que ha tenido una experiencia fuerte, deja muy claro el tema en 2ª Corintios, 12.
Paradójicamente, sí que es alienante la huida del sufrimiento de la mentalidad hedonista reinante. Se oculta todo lo referente a la muerte y la enfermedad, se invoca el derecho a no sufrir aun a costa de la vida de otros, se manipula el lenguaje para que se asuma como bien lo que repugnaría a una conciencia bien formada. Se adormece a las personas con la exaltación del placer como fin de la vida. No hay más que ver la televisión, cómo se entretiene a las personas con debates interminables e inútiles sobre cómo ir a ninguna parte, con series en las que todo gira alrededor del sexo y la sensualidad. No, no es precisamente la Iglesia la que está obsesionada con el sexo, como se afirma frecuentemente…
Miquel Estellés Barat