«En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá”, esto es: “Ábrete”. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”». (Mc 7,31 37)
¡El Señor me ha abierto el oído! He ahí el grito de júbilo que Isaías pone proféticamente en boca del Mesías (Is 50,4b). He aquí la primera maravilla de todo aquel que aspira a ser discípulo del Señor Jesús, la primera de todas las demás que sin duda se sucederán: abrir el oído a los suyos, he ahí lo que Jesús hace con este hombre, figura de todos aquellos que deciden en su corazón emprender el camino del discipulado.
El Hijo de Dios abre nuestro oído a sus palabras no para que nos ensoñemos extasiadamente con ellas, que también, puesto que —como dicen tantos salmos— provocan la alegría y la complacencia del corazón (Sal 1,2), sino porque nos enseña y nos mueve amorosamente a hacer su voluntad. Oigamos lo que el salmista anuncia proféticamente acerca de Jesucristo y, por extensión, también acerca de sus discípulos: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: Aquí estoy como está escrito en tu libro para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu Palabra en mis entrañas” (Sal 40,7-9). Es tal la fuerza de la Palabra viva de Dios que llegamos a hacer lo que es imposible a toda fuerza humana: ¡Su Voluntad!
Antonio Pavía