«En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?”. Él contestó: “Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: «Yo soy», o bien «El momento está cerca»; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero al final no vendrá en seguida”. Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo». (Lc 21,5-11)
El evangelio de hoy lo tenemos que encuadrar en lo que se ha llamado “Discurso escatológico de Jesús”. Para entenderlo bien tenemos que situarnos en el ambiente en el que fue pronunciado. Esta próxima ya la hora de la Cruz y el Señor está consumido por las ansias de salvar a todos los hombres. Pero precisamente en su pueblo, entre los israelitas, encuentra una fuerte oposición. Jesús se encontraba ahora rodeado de los Doce en un lugar en que podía contemplar de manera extraordinaria la vista de la ciudad de Jerusalén, con sus murallas y su Templo. La hermosura del paisaje se entremezcla con el ánimo de cualquier israelita, con el legítimo orgullo por el lugar santo, sede de la gloria de Yavé y signo de predilección por Israel. Uno de los apóstoles, con espontaneidad, da rienda suelta al entusiasmo y exclama: Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios! A lo que Jesús responde: “Esto que contempláis, llegara un día en el que no quedará piedra sobre piedra. Todo será destruido”.
Un estremecimiento sobrecoge el corazón de todos; en voz baja intercambian preguntas, como otras veces, sobre el sentido de aquella advertencia. Aunque las palabras del Maestro son claras y expresivas, ninguno de los Doce es capaz de desentrañar todo su alcance. Poco después, llegados al lugar en el que habitualmente hacían oración y en el que Jesús les explicaba muchos de los misterios, les da una explicación más detallada, aunque cargada de aspectos dramáticos. “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también grandes espantos y grandes signos en el cielo”.
El castigo anunciado servirá de señal para prepararse al encuentro con la justicia divina, cuando llegue la consumación final de la historia de los hombres. Con ello les esta advirtiendo a los Apóstoles —y en ellos a todos los hombres— que no deben poner su confianza en los hombres, ni en los recursos de este mundo que pasa, sino en el brazo del Señor, que gobierna los tiempos.
La mirada del hombre ha de estar puesta sobre todo en la vida eterna. Ciertamente la vida terrena puede estar llena de dificultades, pero eso no ha de preocupar el verdadero seguidor de Jesús. Nuestro destino es el Cielo y hemos de poner todo nuestro esfuerzo por alcanzar esta meta, y Dios se sirve muchas veces de contrariedades en la tierra para que nosotros logremos ese objetivo. De una cosa sí que podemos estar cierto: es de la ayuda divina. Poco después de comentar estas tremendas predicciones a los Apóstoles, Jesús les asegura que les asistirá en todo momento: les enviará la sabiduría y la fortaleza del Espíritu Santo para que puedan culminar la misión encomendada y extender el Evangelio por el mundo entero. Del mismo modo, el cristiano puede estar seguro de que, a pesar de las dificultades que encontrará en su caminar terreno, la ayuda del Señor será siempre algo con lo que podrá contar.
Pedro Estaún Villoslada