¡Oh! Señor, mi corazón ya no es ambicioso,
ni mis ojos se han vuelto altaneros.
No he pretendido grandes cosas
ni he tenido aspiraciones desmedidas.
No, yo aplaco y modero mis deseos:
como un niño amamantado en brazos de su madre,
así está mi alma dentro de mí.
Espere Israel en el Señor, desde ahora y para siempre.
El salmo 131 nos invita a una oración inmersa en la humildad, aun sin ser humildes, confiados en la esperanza, en el deseo de ser como un niño en brazos de su madre: es la plegaria de Israel, que ha experimentado hasta la saciedad cómo sus sueños de grandeza siempre quedaron desvanecidos. Es también nuestra vida llena de fantasías y vanidades, siempre ambicionando y llena de deseos mundanos. Como Israel que no dejó de esperar futuras grandezas políticas, victorias deslumbrantes. Por eso, necesitamos el fracaso, la caída, la frustración que nos lleve a esperar de Dios otro tipo de satisfacción: la que siente un niño amamantado en brazos de su madre. No necesita nada más, no espera nada más, no ansía nada más. Señor, mi corazón no es ahora ambicioso, no pretendo grandezas.
Pues dice Dios: «Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1.4).
He aquí las promesas del Padre hacia nosotros sus hijos: “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias (Sal 51,19). El Señor se complace en el sencillo y humilde de corazón. Es la clave de la vida eterna en este mundo, es el saborear y degustar “qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él” (Sal 34,9), el que se refugia en él, el que se acurruca en él como el niño; pues «Si no volvéis a ser como niños —nos ha dicho el Señor—, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3).
Vivimos los soberbios en la constante tentación de querer ser como Dios, de aspirar a las cosas grandes, esa actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores. Es la antítesis del niño amamantado, que conoce su fragilidad, su incapacidad y no puede hacer nada sin su madre, es la tranquilidad de descansar en el Señor, sabiendo que él nos defiende, que él lucha con nosotros: “No, no te soltaré hasta que me bendigas” (Gn 32,26). Ahora Jacob (Israel) tiene a Dios como aliado, pero ha tenido que doblegar su altanería, su orgullo, morder el polvo de la humillación, de la ignominia, de la incomprensión. “La humildad es la verdad”, dice Santa Teresa; no podemos tocar la verdad si nuestro corazón es soberbio. La hemorroísa se arrastra entre la multitud, probablemente insultada y despreciada, criticada y rechazada; y, a pesar de la burla de los “justos”, llega a tocar la verdad, a rozar el manto de Jesús.
¿A quién me asemejaré, entonces; a quién miraré, en quién me fijaré? “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Porque, he aquí que nuestro espejo es el Señor, abre tus ojos y mírate en Él: y aprende cuál es nuestra imagen (…); limpia la inmundicia (falsedad) de tu rostro: ama su Santidad, y vístete con ella: Y permanecerás sin mancha todo el tiempo delante de Él (Oda 13 de Salomón).
Pues así, Cristo, sufriendo aprendió a obedecer (Hb 5,8). Nos enseñó a entrar en la obediencia. ¿Cómo?: sufriendo. “El que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros” (2Co 5,21) para que ya no vivamos para nosotros mismos… Sin sufrimiento no hay salvación, sin cruz no hay resurrección. No rechacemos, pues, las humillaciones que tenemos en nuestra vida, permitidas por Dios para ayudarnos a ser como niños y acceder al reposo en su regazo, donde nuestra única aspiración sea descansar en él.
Un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto dice sobre este salmo:
«No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo» (“I Padri del deserto. Detti”, Roma 1980, p. 287).
Señor, que nuestro espíritu descanse en ti; no permitas que nuestro corazón sea codicioso, sino ayúdanos a acallar y moderar nuestros deseos y nuestras ínfulas, permaneciendo en ti, como un niño amamantado descansa en brazos de su madre.