En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».
Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (San Juan 14, 1-6).
COMENTARIO
“No se turbe vuestro corazón”. El desasosiego es algo muy natural en el ser humano. Con facilidad se alteran los hombres en la búsqueda de la felicidad que cada uno busca. Todo lo que altere el gozo, la seguridad y la dignidad personal inquieta, descorazona.
Jesucristo nos dice que no, que no se altere nuestro corazón, que en el Corazón del Padre hay infinitud, amplitud desbordada para dar cabida a todo aquel que desea ser feliz de veras.
La ataraxia consiste en la paz del alma, ausencia de ruido interior que turbe o inquiete, serenidad quieta que ahuyenta todo temor. Esta realidad moral, de tanto valor para evitar sufrimientos inútiles, por no tratarse de un virtud o estado directamente cristiano, puede deslizarse hacia suavidades propias de refinados egoísmos.
No se trata en la vida cristiana de no sufrir sino de saber sufrir. Acercarse al mundo cristiano no comporta descubrir fórmulas que alivian nuestro innato sufrimiento sino descubrir el Amor, que ciertamente nos lleva a la plenitud de la felicidad.
A veces uno se acerca al Evangelio para no sufrir. Pero lo más auténtico es acercarse para vivir la Voluntad salvífica de Dios. En el primer caso queda el mensaje divino reducido a pura moral y en el peor de los casos a mera moralina.
Relación de amor con el Dios Amor. A esto nos conducen las Escrituras. Y en esta realidad y vivencia santas cabe la cruz, el dolor, el sufrimiento como fuente de ulterior paz.
En el texto que nos ocupa dice el Señor que ¡fuera inquietudes y turbaciones! Presenta la fe y la confianza como fuente de serenidad sacra. Fe en su persona y confianza en que el Padre presenta anchas tiendas de felicidad en su Reino. El Padre dispone y el Hijo prepara. Colaboración divina al servicio de las alegrías que encajan con el corazón humano. Es el Creador haciendo feliz a su criatura. Todo lo pone en marcha con esa finalidad.
Se nos dice que no nos turbemos, que no nos inquietemos en nuestro interior. El ángel Gabriel cuando anunció a María le dijo lo mismo, que no se turbara, puesto que lo hizo grandemente (Lc 1,26-38). Y el mismo Jesucristo dijo que su alma estaba turbada pero que precisamente para aquella hora había venido (Jn 12,27).
La ausencia de turbación que da el mundo, la paz que da, es muy distinta de la paz que da el Señor (Jn 14,27). El mundo da paz con cosas de la tierra que saben a tierra. El Señor da una paz verdadera que lleva al Cielo; paz que no consiste en la satisfacción desordenada de nuestras pasiones sino en el Amor verdadero.
En este sentido han de entenderse aquellas palabras en las que Cristo dijo que no había venido a traer la paz sino la espada (Mt 10,34-36)
Llegado a este punto quisiera plantear una cuestión relativa a la inquietud grande de María: ¿Agradó al Señor aquella turbación o tuvo que intervenir el ángel para quitar aquel desasosiego inesperado? ¿Fue una corrección la que el ángel le hizo a la Virgen diciéndole que no tuviera miedo?
El desconcierto de María fue el asombro de su humildad, no la duda propia de uno titubeante. Bien seguro y tranquilo estaría Dios de la virtud y madurez de la que sería su madre.
María no tenía ni tiene pecado alguno por especial privilegio de Dios. Por tanto, en su gesto de turbación solo hubo estilo de sencillez y servicio. No era aquello el sonrojo del que vive una falsa humildad. No hubo pose ni teatro. Hubo lo que siempre hubo en ella; gracia en grado pleno.
El hombre empecatado no resiste, no soporta sin resentimiento que no se le adule, que no se le alabe lo que cree merecer. Es un enfurecimiento furioso el que nace en aquel que cree que no se les están rindiendo los honores debidos.
María se turbó, sí, y mucho, y sin embargo no pecó. Como tampoco lo hizo cuando expresó su angustia ante el Hijo perdido y hallado en el templo (Lc 2,41-52).No solo no pecó sino diríamos que enamoró aún más a ese Dios ya predispuesto y dispuesto a encarnarse.
Si un estoico se hubiera acercado a María en aquellos momentos le hubiese aplicado una buena terapia para templar los nervios, una buena dosis de ataraxia. Pero no se presentó ninguno. María acogió en su humildad al Hijo con un santo gozo, con revuelo de gracia en su interior. Nosotros debemos adquirir esa santa alteración que la gracia nos produce, vivir ese desalojo para que el Señor entre triunfal y temblar de amor ante las moradas que él mismo nos está preparando.
La turbación de María es asombro de amor ante las misericordias del Señor. En ella no hubo sombra de pánico sino de Espíritu santo. La advertencia del ángel a María y la del Señor a nosotros de que no nos inquietemos no es de la misma categoría. En ella supone sorpresa santa, en nosotros falta de esperanza. El ángel refuerza la humildad de la Sierva. El “No se turbe vuestro corazón” de Cristo alienta nuestra desconfianza congénita. “El amor todo lo cree, todo lo espera” (1 Cor 13).