«En aquel tiempo, presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio y el mudo habló. La gente decía admirada: “Nunca se ha visto en Israel cosa igual”. En cambio, los fariseos decían: “Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “Las mies es abundante pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”». (Mt 9,32-38)
Seguimos contemplando a Jesús en su ministerio sanante y evangelizador. Viene de resucitar a la hija de Jairo y este acontecimiento se había divulgado por toda la comarca. En el Evangelio de hoy le presentan a Jesús «un endemoniado mudo» y Él, expulsando al demonio, curará al mudo que recuperará el habla y la palabra ante la dureza del corazón de los fariseos que viendo el milagro tendrán el atrevimiento de atribuir tal acción al «poder del jefe de los demonios», es decir, a Beelzebul (Lc 11, 15). Pero nada ni nadie puede paralizar la misión salvífica de Jesús. En Él, el Padre del Cielo ofrece a todo hombre una existencia redimida y una libertad liberada que el evangelista Mateo describe en clave de misión: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias» (Mt 9, 35). He aquí los tres verbos que describen la misión del evangelizador: anunciar, curar y enseñar.
Hoy es tan urgente la tarea de la evangelización como en tiempos de Jesús porque como acontecía entonces «las gentes están vejadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (9, 36), y esta situación debe conmover las entrañas de todo bautizado, de todo cristiano, como estremecía las entrañas de Jesús. Sí, la situación de nuestra Iglesia hoy es muy preocupante: la mayor parte de los sacerdotes son de edad avanzada. En nuestras diócesis, de aquí a diez años, la mayor parte de los presbíteros estarán jubilados y en el horizonte no se atisba la posibilidad real de un relevo generacional; nuestras asambleas parroquiales están formadas por personas mayores, los jóvenes y los niños están ausentes de la vida pastoral real en nuestras comunidades. Da la sensación de que la Iglesia se enfrenta a una profunda y seria transformación en los próximos decenios; seguimos padeciendo la «sequía» de vocaciones para el ministerio sacerdotal y la vida religiosa; una gran mayoría de bautizados sigue viviendo en medio de una «anemia espiritual» preocupante. No es extraño, pues, que el Señor nos recomiende hoy que «roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38).
La Iglesia en España está siendo «vejada» permanentemente desde los medios de comunicación (TV y prensa) y nadie parece querer defenderla, ni los mismos cristianos. Los pastores (obispos, párrocos y teólogos), en no pocas ocasiones guardan un silencio inquietante ante tantos problemas y desafíos que generan preocupación y angustia entre los fieles: desafección hacia el Magisterio, divorcio existencial en la vida de los cristianos, falta de formación básica en la mayoría de los bautizados, integración de los inmigrantes, horizonte laboral y profesional oscuro para los jóvenes, subjetivismo moral como forma de comportamiento en la mayoría de nuestras familias, etc. Estos desafíos y otros están reclamando de nuestros pastores una palabra de orientación clara, valiente, sin ambigüedades, que permita a los fieles nutrirse de un «pasto verdadero» que les garantice madurar y crecer en la verdad que nos hace libres y que no es otra que la palabra del Buen Pastor, Jesucristo «que ha dado su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).
En otro «tiempo de crisis» parecido al nuestro, Dios tuvo que llamar al orden a sus pastores por medio del profeta Ezequiel (cap. 34) y les denuncia su pecado: «se apacientan a sí mismos»; «se han tomado la leche, quedado con la lana»; «Han sacrificado las mejores ovejas»; «no habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba perdida, no habéis tomado a la descarriada ni buscado a las perdidas, sino que las habéis dominado con violencia y dureza»; «ellas se han dispersado por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas la fieras del campo, andan dispersas»; «mis pastores no se ocupan de mi rebaño porque ellos, los pastores, se apacientan a sí mismos y no apacientan mi rebaño». Son palabras duras que nos tienen que hacer pensar: ¿cómo estoy viviendo la responsabilidad pastoral que Dios me ha confiado como padre o madre de familia, como fiel cristiano, como sacerdote o religioso/a? A la Iglesia el Señor ha encargado el cuidado de la humanidad: ¿cómo estoy contribuyendo a este encargo? ¿Qué soy, oveja o lobo? La Iglesia necesita pastores, no mercenarios.
Para ayudarnos en esta misión pastoral ha puesto el Señor al frente de su rebaño un pastor providencial para este momento y para este tiempo, el Papa Francisco. Él nos ha recordado que la Iglesia ha de ser una madre con el corazón abierto, que él describe como Iglesia en salida misionera hacia las periferias geográficas y humanas donde están las ovejas perdidas, heridas, abandonadas, extraviadas y vejadas. Hacia ellas debemos caminar, a ellas hemos de apacentar. Solo así seremos pastores con «olor a oveja».
Juan José Calles Garzón