En aquel tiempo, dijo el Señor: «¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros: «Tocarnos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis.» Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenla un demonio; viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores.» Sin embargo, los discípulos de la sabiduría le han dado la razón» (San Lucas 7, 31-35).
COMENTARIO
Se queja Jesús de la gente de su generación porque, a pesar de la invitación, venida del cielo, se negaron a participar del divino juego al que todos estamos invitados. Rechazaron a Juan Bautista por su austeridad, alegando que tenía un demonio, y despreciaron la dulzura de Cristo, acusándolo de borracho.
Algo semejante podríamos decir de nuestra generación. De Dios hemos recibido el ser porque Él nos invita a participar en el divino juego que se ha iniciado con la Creación. La Creación es un acto libre de Dios, nadie le fuerza a hacerlo y, como todo acto exento de obligación, no podemos considerarlo como un trabajo, sino como un juego, en el que nosotros tomamos parte desde el momento en que hemos recibido nuestro ser. Es un juego al que no podemos renunciar, pues en él se juega nuestro destino. Como en todo juego, se trata de ganarlo y, para ello, hemos de seguir las reglas propias del mismo. Este divino juego tiene una sola regla, la leemos en el evangelio: «aquel que quiera ganar su vida, la perderá; en cambio, quien la pierda por mí la ganara». Para ganar, pues, es necesario perder, renunciar a todos nuestros bienes, pero no para quedar despojados, sino para ser llenos del Espíritu de Dios, según aquello de: «quien renuncie a todos sus bienes, recibirá el ciento por uno y la vida eterna».
Sin embargo, solo los que se hacen como niños pueden participar en este juego; los adultos tienen cosas demasiado importantes que hacer. Pero, de los niños es el Reino de los cielos. Estamos, pues, invitados a participar en este juego, como niños confiados en el amor de su padre, que pueden entrar, sin renegar, en los acontecimientos de la historia, seguros del amor del Padre.
En esta tierra estamos llamados a jugar hasta el momento en que nuestro Padre nos llame a entrar en casa. Pero ni será para dejar el juego, pues las calles del cielo están llenas de niños que juegan. Estamos dispuestos a participar en e l mismo, o ¿hemos de oír la misma queja de Jesús a la gente de su generación?