«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”». ( Lc 12, 49-53)
El Señor dedica los últimos meses de su vida en la tierra a predicar en regiones como Peréa, en las que hasta ahora ha desarrollado poco su ministerio. Se dedica, sobre todo, a la formación de los que deberán continuar su misión en la tierra. El ardiente deseo de cumplir esa tarea —la Redención de las almas— llena su corazón y su vida entera. Y un día deja que su corazón se expansione, posiblemente ante un grupo reducido de sus discípulos. No los quiere apáticos, sino fervorosamente encendidos y dispuestos a llevar ese ardor a otros muchos, e intenta transmitirles ese ardor con un símil que fácilmentepueden entender.
“He venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”.
Llama bautismo a su muerte redentora, con la que va a alcanzar a todos los hombres la vida de la gracia. Y los cristianos con esa nueva vida de Cristo en nosotros, hemos de seguir sus pasos: ser fuego que prenda a otras criaturas en llamas de amor de Dios.
Jesús ha venido a traernos un amor que ha de penetrarlo todo como el fuego. Un amor que está por encima de los amores humanos, a los cuales habría que dejar si alguna vez entraran en colisión con este. El Amor a Cristo es exigente y ha de ser además expansivo: ha de transmitirse a otras personas.
Cuando no se toma en serio, cuando no constituye un fuego abrasador, corre el peligro de convertirse en algo vacío y sin sentido: en el cumplimiento de unas ceremonias o unas normas de piedad que más pronto o más tarde quedarán desdibujadas y acabarán apagándose. Se puede llegar así a una lamentable situación que es la que la ascética denomina tibieza. Algo que se opone al fuego divino que debe estar presente en todo cristiano.
La tibieza es esa flojedad que sobreviene cuando el alma quiere acercarse a Dios con regateos, con poco esfuerzo, sin renuncia, haciendo compatible la vida interior con cosas que no son gratas a Dios. Nacen una serie de transigencias y el abandono de una lucha efectiva por mejorar; se cede fácilmente a los pecados veniales, y el trato con Dios se mantiene en un estado de mediocridad, sin buscar positivamente la verdadera entrega a Dios. Justo lo contrario de lo que Jesucristo vivía y predicaba a sus discípulos cuando ya estaba próximo a su pasión. Quería prevenirles contra esta enfermedad del alma y lo hace con esas palabras fuertes que a algunos pueden parecer exigentes. Pero es que la vida cristina ha de ser exigente tanto con uno mismo —hemos de tener fuego interior—y a la vez tenemos que llevarlo a otras muchas almas. Y si no lo hacemos, puede que estemos metidos en el triste estado de tibieza. Sería entonces necesario reaccionar volviendo a plantearse la vida de oración, la frecuencia de sacramentos y, sobre todo, acudir a la Virgen.
Pedro Estaún Villoslada