<<En aquel tiempo, Jesús salió de Samaria y se fue a Galilea. Jesús mismo había declarado que a ningún profeta se le honra en su propia patria. Cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que Él había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían estado allí. Volvió entonces a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Al oír éste que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a verlo y le rogó que fuera a curar a su hijo, que se estaba muriendo. Jesús le dijo: «Si no ven ustedes signos y prodigios, no creen». Pero el funcionario del rey insistió: «Señor, ven antes de que mi muchachito muera». Jesús le contestó: «Vete, tu hijo ya está sano». Aquel hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Cuando iba llegando, sus criados le salieron al encuentro para decirle que su hijo ya estaba sano. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre». El padre reconoció que a esa misma hora Jesús le había dicho: ‘Tu hijo ya está sano’, y creyó con todos los de su casa. Éste fue el segundo signo que hizo Jesús al volver de Judea a Galilea>> (San Juan 4, 46-54).
COMENTARIO
En nuestro itinerario hacia la Montaña Santa de la Pascua vamos siendo iluminados, cada día, por la Palabra de Dios. En estas tres primeras semanas de Cuaresma, el Evangelio de cada día ha sido tomado bien del evangelista Mateo, bien del evangelista Marcos. Sin embargo a partir del sábado de la tercera semana de Cuaresma el evangelio que se leerá de forma continua hasta el Miércoles Santo será tomado del evangelista Juan, en concreto los capítulos que van del 4 al 13 que incluye la mayor parte de los pasajes que los exegetas denominan el Libro de los Signos (2,13 a 12, 50) y que constituye casi toda la primera parte del Cuarto Evangelio.
La liturgia de Cuaresma no opta por una lectura semi-continua, sino que elige algunos pasajes en función de determinados temas y así vemos cómo el Leccionario toma, en las últimas semanas de Cuaresma, sobre todo los pasajes de Juan que preparan a los lectores para la muerte de Jesús en el Viernes Santo. Desde hace muchos siglos –desde los tiempos de la antigua liturgia de Jerusalén-, la Iglesia ha elegido relatos de Juan para leerlos con particular solemnidad durante la Cuaresma. En nuestros días, tres de ellos –las narraciones evangélicas más sagradas dentro del ministerio público de Jesús- se leen en los domingos tercero, cuarto y quinto de Cuaresma del ciclo A (y también en algunos domingos de los ciclos B y C, de modo que no hay ningún tiempo de Cuaresma en el que sean proclamados). Son los episodios de la Samaritana junto al pozo (Jn 4), la curación del ciego de nacimiento (Jn 9) y la resurrección de Lázaro (Jn 11). Coincide la proclamación de estas grandes catequesis bautismales con los tres escrutinios que la Iglesia realiza en los catecúmenos adultos que se preparan durante la Cuaresma para la recepción de los Sacramentos de la Iniciación Cristiana durante la Solemne Vigilia Pascual. En efecto, desde los primeros tiempos de la Iglesia, los catecúmenos se preparaban para el bautismo durante la Cuaresma y los relatos de Juan encajaban perfectamente en el proceso de la Iniciación Cristiana. Los tres relatos se leían en etapas específicas de la preparación cuaresmal de los catecúmenos al bautismo que recibían en la Vigilia santa del Domingo de Pascua.
Durante el cuarto Domingo de Cuaresma el Evangelio que se proclama en el Ciclo A es el pasaje de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9), ¡la gran catequesis catecumenal sobre la fe! Si el relato de la Samaritana ilustra un acceso inicial a la fe, la curación del ciego de nacimiento, compuesta con extremo cuidado (9, 1-41), demuestra que muchas veces la primera iluminación no engendra una fe fecundada. A veces, la fe nace solamente a través de difíciles pruebas e incluso de sufrimientos. Además de reconocer en el relato un tema bautismal, los lectores de Juan aprendían que podía ser necesario superar una serie de pruebas antes de adquirir realmente la vista. Solo de forma gradual y a través del sufrimiento, el ciego de nacimiento accede plenamente a la fe y la iluminación.
El Evangelio de hoy, de la cuarta semana de Cuaresma nos pone delante la curación del hijo del funcionario de Cafaranaúm. Después del diálogo con la samaritana, san Juan presenta en su Evangelio un milagro de curación: en este caso, se trata del hijo de un alto funcionario real de Cafarnaún (Jn 4,43-54). Estamos apenas comenzando el “libro de los signos”, como se llama a la primera parte del cuarto Evangelio, y notamos el énfasis que pone el autor sagrado en la fe exigida para que se den los milagros. En Caná, después del milagro, sus discípulos creyeron en Él. Por el contrario, en este caso vemos que el orden es inverso: el funcionario cree antes de que ocurra el prodigio: Entonces vino de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún, el cual, al oír que Jesús venía de Judea hacia Galilea, se le acercó para rogarle que bajase y curara a su hijo, porque estaba a punto de morir. Vale la pena anotar que en los relatos similares de los evangelios sinópticos ocurre lo contrario: el centurión cree después de ver el milagro. La conclusión es que lo importante no es el milagro en sí, sino la fe de los oyentes, su relación personal con Jesucristo.
En nuestro camino hacia la Pascua, hoy, la Palabra de Dios viene a hacernos un chequeo a nuestra fe: ¿Cómo es mi Fe? ¿Está madura y fuerte o es dubitativa y vacilante? ¿Dónde alimento y vigorizo las raíces y fundamentos de mi fe personal? ¿Doy testimonio de mi fe en Jesús de Nazaret como el Señor de mi vida o la escondo por vergüenza ante el ambiente hostil que me rodea? Estas y otras preguntas, debemos hacernos hoy a luz de la Palabra que Dios nos dirige. En efecto, la Palabra que acabamos de escuchar viene a hacernos una interpelación a nuestra fe. La fe que Jesús exige al comienzo de su actividad, y que constantemente exigirá, es un impulso de confianza y abandono, por el cual el hombre renuncia a apoyarse en sus pensamientos y sus fuerzas, para abandonarse a la palabra y al poder de Aquel en quien cree. Jesús la exige en especial con ocasión de sus milagros, que más que actos de misericordia son señales de su misión y del Reino; por eso no puede realizarlos si no encuentra esta fe que debe darle su verdadero sentido. La fe, que exige un sacrificio del espíritu y de todo el ser, es un acto difícil de humildad, al que muchos se resisten especialmente en Israel. Jesús alabó la fe del centurión de Cafarnaúm: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe” (Mt 8, 10). En el rito de la comunión, en cada Eucaristía, hacemos nuestras las palabras del funcionario real: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. ¡Que así sea! ¡Que hoy tu fe y la mía quede sanada y aumentada.