«En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: “Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”». (Jn 16, 29-33)
La defección es un aspecto de la infidelidad. Y es característica de lo humano, de nuestro modo de ser y obrar: es nuestra hora. Tornadizos y olvidadizos… se nos pasan las horas dedicados a lo pasajero. Y muchas veces ocupados en no hacer nada, o casi nada más que perder el tiempo. Es cierto que hay, en esta vida, un tiempo para cada cosa. Pero nosotros, que llevamos reloj en la muñeca y hemos llenado de cronómetros nuestras ciudades y nuestra actividad diaria, apenas tenemos tiempo para lo que en verdad importa: amar a Dios sobre todas las cosas.
Jesús nos pone en sobreaviso: “Va a llegar una hora en que se pondrá a prueba vuestra fe, y me dejaréis solo”. Él sabe —nos lo dice en el evangelio de hoy— que no está solo, que está con el Padre; pero el hecho de que nos lo diga significa también que algo muy especial para Él tiene nuestra compañía. Y si para Él la tiene, ¿qué no será para nosotros la suya?
Hoy, el Evangelio nos apremia a revisar nuestra fe y a apegarnos al Señor. Estando con Él estaremos con el Padre. Y la vida así será de otra forma. Esta Palabra de hoy alumbra en nosotros una gran verdad: “como en casa, en ningún sitio”. Como en la “Casa de Dios”, se entiende: con la Trinidad morando en nosotros. Ojalá la Ascensión y Pentecostés nos encuentren en una disposición semejante.
César Allende