Mª Nieves Díez Taboada
Hay cinco momentos en el evangelio en que Jesús recibe de los seres humanos con los que viene a vivir, alabanza y glorificación como rey y como Dios. Son personas que al encontrarse con Jesús han descubierto su divinidad, el rostro de Jesús les comunica la presencia del Dios que ha estado oculto. Y hace brotar la alabanza. Muchas veces hay previamente alguien o algo que anuncia y mueve a ello: un ángel, una estrella, una palabra, una conmoción de la naturaleza, entreabre el velo del misterio de Dios y provoca el reconocimiento.
EN EL SENO DE MARÍA
El primer momento lo encontramos en Lucas (1, 46-55) Jesús es un embrión de hombre y recibe la primera manifestación de gloria y alabanza como Dios, de labios de su madre. “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador”. María visita a su prima Isabel después de anunciarle Gabriel, que va a tener un hijo “a pesar de su edad, porque para Dios no hay nada imposible”, sube presurosa a ayudarla y a compartir con ella la mutua alegría. Isabel siente al niño saltar en su vientre reconociendo al Señor y María, entusiasmada, embriagada, rebosante de gozo, irrumpe en un canto de gloria y acción de gracias a ese Dios que la llena toda. El himno es semejante al de Ana, la madre de Samuel, también agradecida a Dios, que ha escuchado su petición de ser madre: “Mi corazón exulta en Yahveh”, María conoce bien la escritura, repetida en la sinagoga, en el templo y en el rezo familiar y toma frases de alabanza de algunos salmos (146-147,69) “Dios sostiene a los humildes, hasta la tierra abate a los impíos”. Este primer canto de gloria a Dios, que se reza frecuentemente en la liturgia de la iglesia, nos regala un modelo de lo que debe ser la oración del cristiano: alabanza al Señor, acción de gracias, con disposición humilde y el recuerdo de la paternidad de Dios, que sostiene al débil y al pobre, más rechaza al soberbio y al que tiene el corazón apegado a la riqueza.
EN EL PESEBRE
Siguiendo cronológicamente los evangelios el segundo momento de gloria que recibe el Señor tiene lugar en Belén. Un grupo de pastores cuidan sus rebaños en la oscuridad de la noche, cuando un ángel, lleno de luz, se les aparece y les dice: “No temáis os anuncio una gran alegría os ha nacido un salvador”, un coro de ángeles canta:” Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres”. Todo el pueblo de Israel estaba a la espera de un Mesías anunciado repetidas veces en la escritura. Los pastores se desbordan de alegría con esta noticia, abandonan su rebaño, y van presurosos al encuentro de ese niño. Se dejan enamorar por el encanto de Dios recién nacido y le adoran, le cantan, le obsequian. Es un niño pobre en un establo, algo para ellos tan familiar, y le reciben como a uno de los suyos.
Lo ángeles cumplieron con “su oficio” de dar la buena noticia, pero es ejemplar la rápida respuesta: creyeron “y fueron a toda prisa”, la acogida del mensaje en sus corazones, la fe y la alegría de aquellos hombres sencillos, que fueron a adorar como rey al niño Jesús en un pesebre y “se volvieron glorificando y alabando a Dios”. (Lc 2, 20)
EN EL HOGAR
El tercer momento es la Epifanía, que se nos presenta en Mateo y en Lucas. Aquellos hombres, de los que no sabemos mucho, eran según la tradición sabios estudiosos de los cielos. Ante la desconocida estrella interpretan la señal como extraordinario mensaje, admiten el anuncio de un Dios y van a a adorarle. El reconocimiento es ahora de los pensadores y científicos que encuentran las señales de la existencia de Dios en su observación y estudio del universo inmenso e inalcanzable” ¿Dónde está el rey de los judíos? pues hemos visto su estrella y venimos a adorarlo”. Probablemente llegan ya a Nazareth y le llevan oro incienso y mirra, presentes propios de un rey.
A pesar de su sabiduría y sus conocimientos, tienen, como debe ser un buen ciéntifico, la mente dispuesta a aceptar el descubrimiento de lo oculto, son humildes ante lo que no abarcan, agradecen la señal y se ponen enseguida en camino. Como en los dos casos anteriores lo hacen inmediatamente, porque cuando llega el signo, la llamada, la luz, es necio dejarlo pasar.
El cuarto momento de gloria que recibe Jesús es ya en vísperas de su muerte, está narrado por los cuatro evangelistas. Jesús subía a Jerusalen y al llegar a Betfagé manda a sus discípulos a buscar un pollino, y se monta en él, como profetizó la escritura: “No temas hija de Sión, mira que viene tu rey montado en un pollino de asna”. Los discípulos le aclaman entusiasmados y a ellos se va uniendo la muchedumbre, que sube a Jerusalen para la fiesta de la Pascua. El reciente y espectacular milagro de la resurrección de Lázaro en Betania, había corrido de boca en boca y las mujeres con sus hijos salen alegres al camino, los niños reciben contentos a este hombre que ha sido con ellos cariñoso y bueno. Las gentes le vitorean como rey, extienden los mantos a su paso y entonan el hosanna agitando ramos de olivo y palmas: “Bendito el que viene en nombre del Señor; hosanna en las alturas”. Es una hermosa fiesta popular. Algunos fariseos, que estaban presentes, le reprochan al Señor el alboroto y le dicen que mande callar a la gente. Jesús les respondió: “Os digo que si estos callan gritarán las piedras” (Lc19,39-40).
Jesús montado en un borriquillo, así glorificado, entra triunfalmente en Jerusalén, reconocido con entusiasmo por el pueblo como el Mesías prometido.
EN LA CRUZ
La quinta glorificación la recibe Jesús, en tres momentos, ya en la cruz, con las palabras o la acción de dos paganos y un malhechor.
Pilatos, se nos muestra en el evangelio intrigado ante el personaje de Jesús; sabemos que Poncio es un hombre cruel en su historia al que condenar un hombre no hace temblar el pulso. Jesús dialoga con él, cosa a la que se niega con otros de sus jueces. “¿Así que Tú eres rey de los judíos?” Jesús responde: “Tú lo has dicho”.
Este personaje le inquieta. No parece un loco, quiere salvarlo del evidente odio de los jefes judíos. Pero es cobarde.
El INRI que preside la cruz fue mandado poner por un Pilatos molesto , harto de los problemas que le está causando este asunto, quiere fastidiar a las autoridades religiosas: “No digas rey de los judíos sino que se hizo pasar por…” Pilatos replica malhumorado “lo escrito escrito está”, citando sin saberlo la escritura, y nada pueden decir ellos ya que la ejecución era atribución del poder romano.
Este “rey de los judíos”, puesto para molestar a los gobernantes, fue leído por los que pasaban por el camino del Gólgota, y todos los que han contemplado a Jesús en la cruz durante más de veinte siglos, reconocen esta inscripción, que cualifica al condenado como rey.
Dimas, al que la piedad religiosa ha dado en llamar “el buen ladrón”, es un condenado no sabemos por qué delito, que sufre el martirio al lado de Jesús. Después de haber oído a Jesús perdonar a los que le maltratan y sus otras palabras de mansedumbre dichas con dignidad y bondad, se pone de su parte frente a los insultos del otro condenado. Dimas reconoce en su compañero de suplicio al rey y juez y, como a Dios, le ruega: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. El momento no es propicio para las bromas, el teatro, o la mentira, es un trágico momento final y Jesús le responde dando uno de los mejores testimonios de su divinidad: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”
Por último Jesús al expirar, recibe gloria de otro pagano, el centurión romano acostumbrado a presenciar este desagradable espectáculo de la crucifixión. Los evangelistas nos lo presentan conmocionado por la dignidad de este condenado, cuyo comportamiento es tan distinto de los muchos que él ha visto en su oficio.
Ante el luto del sol y el temblor de la tierra “el centurión glorificaba a Dios diciendo: Ciertamente este hombre era justo” (Lc 23,47-48) En el evangelio según Mateo (27, 54) se especifica más: “El centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: “Verdaderamente este era hijo de Dios”.
Nos gusta creer en la tradición que le llama Longinos, y lo identifica con el oficial romano autor de la humilde frase repetida diariamente en la eucaristía. (Mt 8,5-11) “Señor yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para curarle”