Nuestra fe es racional; aunque supera nuestra razón, no se opone a ella. También la ciencia es racional. Pienso que estamos en unos momentos en que ambas precisan darse la mano para enfrentar a muchas “pseudociencias” que se han apoderado de la imaginación popular, recibiendo en muchos casos el apoyo de los medios de comunicación y constituyendo incluso fuente de ingresos para personas o editoriales.
Basta asomarse a las publicaciones periódicas exhibidas en quioscos de prensa para detectar la proliferación de temas como parapsicología, percepción extrasensorial, precognición, telepatía, psicocinética, astrología, reencarnación, etc.; temas que en ocasiones chocan frontalmente con nuestra fe, que en otras la ignoran y que siempre acaban enfriando o apagando esa llama sagrada de nuestra creencia en Dios y en su Providencia.
“Doctores tiene la Iglesia”, podemos repetir aludiendo a la preparación y sabiduría de teólogos, que pueden dar luces sobre muchos de estos temas. Pero sin necesidad en ocasiones de acudir a ellos, podemos afirmar también que doctores tiene la Ciencia, quienes, con sus armas de raciocinio científico y de la experimentación, pueden iluminar esos mismos campos de la “pseudociencia”.
En este sentido creo conveniente citar dos principios fundamentales que esgrime el método científico para dilucidar la verdad o superchería de afirmaciones concretas. El primero de estos principios es el de refutabilidad, el cual expresa que debe ser posible idear evidencias que prueben que una afirmación es falsa. Los parapsicólogos, por ejemplo, rechazan este principio cuando afirman que sus experimentos fracasan cuando está presente algún escéptico, con lo que es imposible refutarlos.
El segundo principio es el de totalidad. Este indica que debe considerarse o aceptarse toda la evidencia posible; no sólo los casos favorables, sino también los desfavorables. Ejemplo, cuando alguien nos dice: “Ayer pensé en Fulano, y al poco rato me llamó por teléfono”. Hay que saber además el número de veces que pensó en Fulano y no le llamó, y el número de veces que le llamó Fulano sin que hubiera pensado en él. Sólo con esos tres datos se puede estimar si la coincidencia entra en las previsiones del cálculo de probabilidad.
Estoy convencido de que cada vez más la fe y la ciencia —y con ésta las demás ramas del saber humano— deben unir sus esfuerzos para liberar al hombre contemporáneo de los lazos más o menos atractivos que lo atan con el error, la superstición, la mentira o la falacia. Ya advertía san Pablo a Timoteo: “Vendrá tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina, sólo que llevados de sus pasiones y afán de oír novedades, reunirán en torno a sí multitud de maestros y apartarán los oídos de la Verdad volviéndose a las fábulas” (2Tm 4,3-4).