“La pluma no sabe lo que ha de escribir, el pincel no sabe lo que ha de pintar… Cuando Dios toma a una criatura para que surja una obra suya en la Iglesia, la persona no sabe lo que tendrá que hacer. Es un instrumento”. Estas palabras, pronunciadas por Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares o la Obra de María y una de las más relevantes figuras del cristianismo de los últimos tiempos, contienen la clave para entender su carisma dentro de la Iglesia Católica. Silvia, con cuyo nombre fue bautizada —aunque años después ella misma lo cambiara por el de Chiara, como signo de admiración por Santa Clara de Asís, nació en Trento (Italia) el 22 de enero de 1920 y murió en Roma el 14 de marzo de 2008
La peculiar experiencia de Chiara al servicio del Evangelio tiene su punto de partida en 1939, cuando asistió a un congreso de estudiantes en Loreto, localidad a orillas del Adriático. En este lugar existe una basílica donde, según la tradición, se conserva la casa de la Sagrada Familia en Nazaret, probablemente trasladada en la época de las cruzadas: tras visitarla, Chiara ya no volvió a ser la misma:
«En cuanto puedo corro allí. Me arrodillo junto a la pared ennegrecida por las velas (…) Contemplo con el pensamiento la vida virginal de los tres: o sea, que María habrá vivido aquí; José habrá cruzado la habitación de aquí allá; el Niño Jesús, en medio de ellos, habrá conocido durante años este lugar (…) El último día, la iglesia está abarrotada de jóvenes. Me pasa un pensamiento claro que nunca se borrará: te seguirá una multitud de vírgenes». De vuelta a Trento, la joven no supo explicarlo a su párroco, pero estaba segura de haber encontrado su camino.
En 1943 sintió que Dios la llamaba: «Entrégate completamente a mí». Chiara solicitó permiso a su confesor para consagrarse a Dios y lo hizo el 7 de diciembre de 1943 en un sencillo acto privado. Ese día no albergaba intenciones de fundar nada, simplemente «se desposaba con Dios» y «mi alegría interior era inexplicable, secreta y contagiosa». Mucho más tarde se atribuiría a esta fecha el simbólico inicio del Movimiento de los Focolares.
un ideal a prueba de bombas: Dios Amor
Ciertamente su alegría era “contagiosa”. Pocos meses después se le unió un puñado de chicas atraídas por su radicalismo evangélico. Con la II Guerra Mundial como telón de fondo, eran tiempos difíciles. A cada bombardeo se juntaban en el refugio y leían alguna página del Evangelio. «La lección que Dios nos daba a través de las circunstancias —diría más tarde— era clara: todo es vanidad de vanidades, todo pasa. Al mismo tiempo ponía en mi corazón, para todas, una pregunta y su respuesta: ¿Habrá un ideal que no muera, que ninguna bomba pueda derrumbar y al cual entregarnos? Sí, Dios».
En mayo de 1944, a la luz de una vela, leían la oración que Jesús pronunció antes de morir: «Padre, que todos sean uno» (Jn 17, 21). Un texto complejo estudiado por exégetas y teólogos de toda la cristiandad. «Esas palabras —comentaba Chiara — parecían iluminarse una a una, y nos entró en el corazón la convicción de que habíamos nacido para “esa” página del Evangelio». Otro día, un sacerdote amigo les preguntó sobre el dolor más grande de Jesús. Ante la respuesta unánime del padecimiento en el huerto de los olivos, el sacerdote replicó: «No, cuando más sufrió fue al gritar en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”». Quedaron tan impresionadas que desde ese momento su compromiso fue si cabe mayor: «Sólo tenemos una vida, ¡empleémosla lo mejor que podamos! Si el dolor más grande de Jesús fue el abandono por parte de su Padre, nosotras seguiremos a Jesús abandonado».
Continuaba la contienda. Las bombas no cesaban de caer y los familiares se veían obligados a refugiarse en las montañas. Chiara, cuya casa había sido bombardeada, encontró un apartamento con dos habitaciones en la periferia. Allí se trasladó con algunas de las chicas. La gente que iba a visitarlas tenían la impresión de que Jesús estaba realizando su promesa: «Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt 18,20). Sólo mucho más tarde comprenderían que aquello había sido «una reproducción, en germen y sui generis, de la casita de Nazaret: una convivencia de vírgenes (y luego también casados) con Jesús en medio». Eso es el “focolar”.
«Pero para tenerlo con nosotras —explicaba Chiara a sus compañeras—, hay que estar dispuestas a dar la vida la una por la otra». Ya en 1945 medio millar de personas de toda edad, vocación y condición, quisieron compartir este ideal: tenerlo todo en común, al igual que en las primeras comunidades cristianas, suscitando así un gran número de conversiones y salvadas muchas vocaciones en crisis… De ese período han quedado en la memoria unas abarrotadas e intensas reuniones los sábados, a las tres de la tarde, en las que Chiara contaba cómo vivía el Evangelio.
Fieles a toda enseñanza de Jesús, nunca se vieron desasistidas del inmenso amor de Dios para con ellas. Pese a las muchas necesidades, pedían con insistencia a Dios y eran escuchadas. Nunca les faltó en plena guerra sacos de harina, botellas de leche, tarros de mermelada, haces de leña, ropa, etc.
La década de los años cincuenta fue un período de incertidumbre sobre el inicio del Movimiento debido al largo estudio que su aprobación requería por parte de la Iglesia. Escribe Chiara: «La vida se paga; la vida que llega a través de nosotros a tantas almas se produce con la muerte. Sólo pasando por el hielo se llega al incendio». Son dolores «parecidos a los que preceden al nacimiento de una criatura, ecos parciales del grito de Jesús».
La conformidad llegó el 23 de marzo de 1962. Unos años más tarde Chiara comentó: «Con su experiencia y sabiduría de siglos, la Iglesia estudió paternalmente la nueva realidad eclesial nacida hacía poco». En 1967 aparecía la segunda generación del movimiento, nacieron ramificaciones como Familias Nuevas, Humanidad Nueva, un movimiento sacerdotal, un movimiento parroquial, etc. Asimismo daba comienzo por estos años su relevante papel a favor del ecumenismo, como se pone de manifiesto en su función de enlace entre el Patriarca Atenágoras I y el Papa Pablo VI.
En la década de los años noventa el Consejo Pontificio de Laicos aprobó los estatutos generales del movimiento. La incidencia espiritual y cultural quedaba avalada por dieciséis doctorados honoris causa otorgados entre 1996 y 2008, numerosos premios; entre los que destacan el de la Unesco por la Educación a la Paz (1996) y el del Consejo de Europa por los Derechos Humanos (1998), así como doce ciudadanías de honor por todo el mundo. Sus viajes, ampliamente seguidos por la prensa, dan idea de la dimensión universal del carisma de la unidad. En ellos se puede apreciar cómo la acción del movimiento se caracteriza por los cuatro diálogos típicos de la Iglesia: dentro de la misma Iglesia, en el terreno ecuménico, en el ámbito interreligioso —con toda probabilidad el que ha experimentado mayor desarrollo, puesto que Chiara fue designada en 1994 presidenta de honor de la Conferencia Mundial de las Religiones por la Paz— y el diálogo con personas de convicciones no religiosas.
todo es efímero, sólo el Evangelio perdura
Los tres últimos años de la vida de Chiara fueron los más difíciles. Jesús abandonado, su Esposo, se presenta «de una forma solemne», en medio de una oscuridad en la que Dios parece haberse puesto como el sol en el ocaso. Chiara se apagó el 14 de marzo de 2008. En el funeral, oficiado en la basílica romana de San Pablo Extramuros por el cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano, y concelebrado por dieciséis cardenales, pudimos oír estas palabras de Benedicto XVI: “Quisiera sobre todo dar gracias a Dios por el servicio que Chiara ha prestado a la Iglesia, un servicio silencioso e incisivo, siempre en sintonía con el magisterio de la Iglesia”.
Chiara decía: “Los Papas siempre nos han entendido”. Y era así, porque tanto ella como la Obra de María siempre han tratado de responder con dócil fidelidad a todas sus solicitudes y deseos. Para ella, el pensamiento del Papa era una guía segura para orientarse. Es más, a tenor de las iniciativas que ha suscitado, se podría incluso afirmar que casi tenía la profética capacidad de intuirlo y ponerlo en práctica con anticipación.
Hace unos años, Chiara Lubich escribía a los suyos: “Si yo tuviera que dejar esta tierra, (…) prestaría mi boca a Jesús para que os repitiera: amaos unos a otros… para que todos sean uno”, añadiendo: “Siento en el alma una reflexión recurrente: deja a los que te siguen sólo el Evangelio. Lo que queda y quedará siempre es el Evangelio: el cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de Dios no pasará”.