En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
.Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».” Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.” (Lc 21 5-11)
Si leemos los titulares de los periódicos de hoy, veremos casi los mismos hechos de este Evangelio, pero no como profecías –»llegarán días…»–, sino como algo que está ocurriendo ya, cada día.
La perícopa seleccionada es de un contenido terrorífico, de destrucción total, de engaño de muchos sobre su fe, de revoluciones, guerras y pánico, y de muchos que se presentarán como salvadores mesiánicos del pueblo, siendo en la realidad de Dios su mayor enemigo. Pero la selección no hay que sacarla del contexto de todo el Evangelio. El sentido salvífico de esa «revelación de dolores y tragedias» está en los ‘peros’ que contiene el mismo capítulo 21 de Lucas.
Lucas 21:18 Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza.
Lucas 21:28: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación.»
El discurso apocalíptico de Jesús a sus discípulos, que cada evangelista sitúa en un momento distinto de su vida, según interesa a la teología de su evangelio, tiene algo común en todos ellos: las riquezas y preciosidades del templo de piedra de Jerusalén, siendo hermosas, no sirven de mucho en su Reino nuevo. ¡Bien conocía Jesús aquellos palacios a los que desde niño había peregrinado en sus romerías por Pascua judía! Siendo el Hijo de David, qué cantidad de sentimientos humanos lo inundarían al pasar por aquellos palacios de su antepasado, y por el templo, orgullo de sus descendientes. José le habría inculcado el sentido de realeza, y ahora tenía que ver y profetizar su destrucción. El drama interno de Jesús, hijo de David, por el rechazo de su pueblo, y la seguridad de que su propio Reino como Hijo de Dios ya era imparable, fue seguramente un dolor más grande y profundo que la misma cruz y lo azotes físicos.
El discurso apocalíptico, sin desdeñar la realidad escatológica que plantea, y la actualidad que tiene para cualquier observador sin necesidad de ser muy ducho en Escritura ni en acontecimientos de nuestro mundo actual, puede entenderse también como una proclamación de la eternidad y cercanía del Reino que Jesús fundaba en su propia persona. Sus ‘piedras preciosas’, sus fundamentos, también personas, no serán destruidos jamás. Su ubicación y sus bellos adornos, no son palacios, sino virtudes de fe, esperanza y amor, de prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Hoy es de esos días en los que conviene leer al menos todo el capítulo del Evangelio en el que se proclama lo seleccionado en la liturgia eucarística, para poder entender algo del mensaje auténtico, ciertamente apocalíptico, pero no en el sentido que damos comúnmente al término como destrucción final y total, sino en el que es usado en verdad por Juan en su libro que cierra la profecía bíblica escrita. Apocalipsis es Revelación, y lo que se revela es la esperanza de que más allá de todos los males, de todos los tiempos que vemos y tememos, está la realidad de la Palabra, Justicia, Paz, personas que nos aman… el Reino de los Cielos al que vamos, atravesando tormentas, olas y quebrantos.
Con el recorte del Evangelio que se proclama hoy, se inicia el temor por la vida del universo, porque integra señales de destrucción en el cielo de aquella cultura cosmológica. El sol, la luna, la estrellas… las fuerzas del espacio se estremecerán con «grandes y espantosos signos en el cielo», pero aún no es el final. Porque el final no es una destrucción, sino un encuentro de amor y alabanza. Por eso el evangelio de hoy, leído con fe, es solo uno de los componentes de la Esperanza, que fundamenta el Amor. Pasarán cosas horribles, pero hay vida más allá de la tormenta.
En el mes de Noviembre que en nuestra tradición acentúa el recuerdo de los difuntos, especialmente de los que están aún en el estado ‘purgatorio’ para entrar limpios en el Reino, es bueno sentirse temeroso de las realidades de dolor que nos circundan. No son el fin del hombre, pero sin duda son de algún modo, el fin de un mundo que los que estamos más arriba del séptimo piso, –de los setenta años–, hemos conocido y vivido. Con todos sus sistemas o signos humanos de amar y comunicarse con el otro, el nuevo mundo tendrá su ‘apocalipsis’, su revelación, incluso en su forma de orar y ejercer la caridad. Pero la esencia será la misma. La Fe en Jesucristo como único y verdadero salvador del hombre, la Esperanza en que su tiempo, llegado a plenitud, sea experimentable como Reino del Padre, y el Amor que da sentido a todos los tiempos y espacios, personales y generacionales.
¡Que no cunda el pánico! «Todo llega, todo pasa… solo Dios basta».