“¿Donde quién vamos a ir?, Señor”; han dicho siempre y continúan diciendo los verdaderos buscadores de Dios. Es cierto que muchas veces no entendemos muchas cosas. También lo es que tu rostro, por momentos tan diáfanos y luminosos, cambia totalmente y nos parece un espectro o un fantasma, como les pasó a los doce (Mt 14,26).
Mas aun así, al igual que los doce, también nosotros te decimos: ¿Dónde o a quién podemos ir si sólo tú tienes palabras que son espíritu y vida? Sólo en ti reconocemos cumplida la promesa de Yahvé de que un día nos hablaría al corazón: “Por eso yo voy a seducirla –Israel como esposa- la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16).
Éste es nuestro problema contigo, dirán todos los buscadores de Dios a lo largo de la historia: nos has seducido, has cautivado nuestro corazón con palabras imborrables. Ni siquiera renegando de ti podemos arrancarlas de nuestro ser. ¿Donde quién vamos a ir si sólo tú eres el Hijo de Dios, su Palabra viva? Sólo tú nos abres a la eternidad, sólo tú tienes palabras de vida eterna porque eres el Santo de Dios. Tú eres el ecce Deus, aquel que, por negligencia y necedad, no alcanzaron a ver ni Pilato, ni el pueblo amodorrado, ni nadie que anteponga sus intereses a ti.
¡Ahí está nuestro Dios! He ahí el grito jubiloso de los profetas de Israel al anunciar la salvación del pueblo, su liberación de la opresión, del destierro. No es una liberación causada por una victoria bélica. Es Dios Salvador, Dueño y autor de la historia que la ha llevado a cabo como Él ha querido. De ahí los gritos de los amigos de Dios –los profetas-, gritos con los que intentan despertar al pueblo santo de su derrotismo y postración: ¡Despertad, ahí está nuestro Dios! ¡Ecce Deus! Recordemos la experiencia de Isaías cuando Dios le empuja para hacer su anuncio de salvación: “Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con Dios poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: Ahí está vuestro Dios” (Is 40,9).
Jesús, el Profeta, el Hijo del Padre, el Emmanuel, Él es el Ecce Deus que salva al hombre. No dice, como los profetas: ¡Ahí está!; sino ¡Aquí estoy, Yo soy! Por Él, todo buscador llegará un día a decir: ¡Tú eres mi Dios! ¡He aquí a mi Dios! Esta explosión del alma al reconocer a su Dios no lejano sino cercano, este poder vivir “junto a Dios”, es un don abierto a todo aquel que, apartando toda vanidad, le busca verdaderamente. Estos buscadores son hombres y mujeres cuyos quereres de la Verdad les han hecho insobornables a todo lo que es vanidad e inconsistencia. Pudieron así flanquear el umbral, siempre temido por su apariencia sinuosa y permeable, que da acceso al Misterio. Flanqueado, es cuando pudieron decir: ¡Ecce Deus, he aquí a mi Dios! Contemplaron al que traspasaron (Jn 19,34), y se encontraron primero, de bruces, como Pablo, y después, una vez repuestos del asombro, cara a cara con su Dios y Señor.
En este contexto de reconocer en Jesús al Hijo de Dios vivo y, por medio de él, al Padre, nos servimos de las catequesis de los Padres de la Iglesia que nos hablan de los sentidos del alma, los cuales tienen también sus funciones como las tienen los sentidos corporales.
Entre tantos testimonios, recogemos el de san Agustín por impactarnos de forma especial dada su fuerza y clarividencia. En sus comentarios al Evangelio de san Juan, escribe: “Si los sentidos del cuerpo tienen sus propios placeres, ¿no los ha de tener también el alma?” A continuación argumenta su tesis con la Escritura. Se acerca a los Salmos y nos ofrece este texto: “Dios mío, qué precioso es tu amor, por eso los hombres se cobijan a la sombra de tus alas. Se sacian de la grasa de tu Templo, en el torrente de tus delicias los abrevas; en ti está la Fuente de la vida y en tu luz vemos la luz” (Sl 36,8-10).
Antonio Pavia