Cualquier partido o facción haría bien en mirar con recelo a los católicos entre sus filas: cualquiera de ellos puede, llegado el caso, ser un traidor a la Causa. Al menos, así debería ser.
No hay, naturalmente, nadie que sea exclusivamente católico. Uno puede legítimamente tener opiniones propias sobre multitud de cosas, desde el Big Bang a la reforma de las pensiones, pasando por la dieta Dukan o el carril bici.
O la independencia de Cataluña.
O la indisolubilidad de España.
No estoy diciendo que todas las opiniones sean iguales; mucho menos, que todas sean correctas. Dios, estoy seguro, no tiene opiniones. Pero afirmo que es perfectamente legítimo para cualquier cristiano militar en cualquier movimiento ideológico que no sea explícitamente incompatible con la fe. “In dubiis, libertas” -en lo dudoso, libertad- es un principio muy cristiano expuesto por San Agustín, y la abrumadora mayoría de las cosas de este mundo son cuestionables.
Pero ser católico, ser cristiano, es otra cosa, es otra categoría, forma parte de un universo completamente diferente. Ser cristiano hace referencia a la misma esencia de lo que somos y de lo que son todas las cosas, a nuestro destino eterno y a nuestro origen, a aquello para lo que todo ha sido creado.
No es una opinión, no es cosa nuestra, algo que hayamos deducido; es algo que nos han contado, un mensaje que solo puede ser verdadero o falso, sin matices.
No hay comparación posible: cualquier otra posición, cualquier otra postura, creencia, opinión, tendencia o causa, por elevada y justa que sea, pasará. Esto, en cambio, no pasará.
Por eso lo que decía al principio, el sentido en que decía que todo católico miembro de una facción ideológica, de un partido, tiene por fuerza que ser un traidor potencial: porque las causas humanas tienden a pedir de nosotros una adhesión total e incondicional, pese a referirse inevitablemente a aspectos parciales, y el católico tiene ya comprometida esa lealtad última, absoluta.
¿Cree usted ardientemente que Cataluña ‘és una nació’ y no será verdaderamente próspera y libre hasta que se libere de las ataduras del Estado español? De acuerdo, pero no olvide que Catalunya nou Estat d’Europa no va a salvarle, ni le ha creado.
¿Sostiene con absoluta convicción que España es la patria inalienable e indivisible de todos los españoles y que Cataluña es parte esencial de ella? Genial, pero España no ha muerto por usted ni perdona sus pecados.
Todo esto parecería tan obvio que no debería perder el tiempo escribiéndolo, sino fuera porque, en muchos casos, se ha olvidado. Si la idolatría es tema recurrente, casi obsesivo, en el Antiguo Testamento, es precisamente porque, siendo lo más grave, es mucho más fácil, frecuente y tentadora de lo que pueda suponerse en frío. Hacer un ídolo de la patria, con la sociedad sin clases o con el libre mercado es más fácil aún que hacerlo de la comida o el sexo, precisamente porque es más elevado.
Y esa tentación la hemos visto, con enorme tristeza, expresarse abiertamente estas semanas pasadas en hechos escandalosos por parte de quienes, como pastores, deberían estar más pendientes de la salvación de las almas, que son eternas, que de las patrias, que acabarán cuando todo esto acabe.
Hemos visto la más cruda identificación de Dios con la patria, hemos visto sacerdotes revestidos para ‘oficiar’ un recuento de votos en su Iglesia; vemos la jerarquía usada a favor de unos y de otros por unos políticos que nunca han tenido muchos escrúpulos para instrumentalizar la fe, que consideran, precisamente, un ‘instrumentum regni’.
La clave está en qué consideramos sustantivo y qué adjetivo cuando decimos “soy un catalán/español católico” o “soy un católico catalán/español”. Y, en general, la tendencia en los últimos siglos ha sido a la respuesta absurda.
Un tipo del siglo XIII en la Sorbona podría decir: “Aquí estamos alemanes, castellanos, aragoneses, escoceses y provenzales, pero lo importante es que todos somos cristianos”. Mientras que hoy es mucho más probable oír: “No me importa si sois católicos, ateos, ateos o musulmanes: lo importante es que todos somos españoles (o catalanes, o socialistas; o, si me apuran, del Atleti). ¿A que sí?
Uno de los dramas más frecuentes de nuestro tiempo es la dificultad para jerarquizar, para saber qué es y debe ser más importante que qué. Pero basta una reflexión de cinco segundos para advertir que, si uno cree en lo que mantiene nuestra fe, nada puede estar por encima. Y a nuestra jerarquía eclesiástica debemos exigirle el valor de recordar esa absoluta primacía de la fe por encima de cualquier causa mundana, por noble que sea o parezca.