El camino tiene algo de mágico, de sagrado. Es distinto y a la vez es nuestra propia vida. Nos adentramos en él sin saber lo que nos depara; al comenzar nos comemos el mundo y en nuestro caminar empiezan las dificultades. El cansancio y el dolor muchas veces se apoderan de nosotros y se nos hace tan cuesta arriba seguir, continuar…, como la vida, y sufrimos… y a veces el dolor es tan intenso que no reparamos en lo que hay en nuestro alrededor, en aquel peregrino que me acompaña, en el aldeano o el lugareño que me ofrece de su pan, de su amistad, en las maravillas que me rodean … y seguimos obsesionados en nuestro dolor, sin darnos cuenta que cada paso me hace disfrutar de muchas cosas que antes no veía. El camino, muchas veces se convierte en la mejor medicina, porque el sufrimiento y el dolor me hacen crecer, porque veo la maravilla de un amanecer, la increíble visión del colorido del arco iris, el canto del gallo al llegar a la aldea, el olor a café y a tortilla del bar, que abre sus puertas con la primera luz del alba, y el camino y la vida se transforman, se tornan suaves y el dolor es menos intenso, porque no pensamos en él ante tanta maravilla. Pero a veces hay tramos del camino que se vuelven arduos, complicados; el sol calienta demasiado, las botas pesan, las ampollas no me dejan seguir, la rodilla no responde y no siento los pies, y son esos momentos los que a veces me paralizan y no me dejan ver, como en la vida.
Tramos en los que nos sentimos perdidos, todo es oscuridad, tiniebla, el cielo se cubre y llega la tormenta, sin darnos cuenta que es la dificultad la que nos hace crecer, madurar en el camino de la vida, si somos capaces de dar un paso más, de llegar a esa pequeña aldea y encontrar su ermita, adentrarnos en ella y extenuados dejarnos caer… y es en ese momento cuando sus palabras golpean mi alma: “venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré” y me dejo sostener entre sus brazos durante unos minutos, extenuada por el cansancio del camino, de la vida: pero es en su presencia y siguiendo sus huellas, con mi cruz, cuando me es más dulce caminar.
Otras veces pierdo el camino y me siento agobiada, no veo nada claro, he perdido el rumbo, como en la vida, hasta que descubro la flecha y encuentro el sentido y es entonces cuando se me agranda el alma, cuando encuentro la paz.
Durante el camino se ve a muchos peregrinos que van corriendo, como si estuvieran en una competición, pero si uno supera esta tentación y salta a vivir en otro ritmo, descubre el placer de disfrutar de las maravillas que Dios nos pone en los senderos. Y en este caminar descubro que yo no he hecho el camino; el camino me ha hecho a mí.
Poco a poco voy reconociendo que ser peregrino es un don de Dios, que quiere transformar mi vida y hacer de mí alguien más feliz, más profundo y sincero, capaz de disfrutar de muchas cosas que antes no veía, capaz de dar las gracias por todo y a todos y a cada uno de vosotros, compañeros del camino.