En la infancia y primera adolescencia, para ir adquiriendo una idea cabal del mundo que nos rodea, funciona mucho mejor la apelación a los sentimientos que a la razón. Por ejemplo, para que un niño comprenda qué es una madre es mucho más efectivo mostrarle una imagen de una mujer joven, sonriente, hermosa, abrazando a su bebé, que explicarle razonadamente que, puesto que lo ha llevado en su seno y le ha dado la vida, se siente por naturaleza inclinada a amarlo, cuidarlo y, si es preciso, hasta a dar su vida por él. En cambio, para mostrar el desapego o la indiferencia es más efectivo mostrarle al niño la imagen de una bruja, de una madrastra gruñona siempre regañando. Seguro que entiende mejor eso que cualquier reflexión que se le haga sobre el desamor y las dificultades de la vida cotidiana.
Sin embargo, en la edad adulta, en condiciones normales, es más lógica la apelación a la razón. El argumento racional, basado en evidencias y en datos científicos constatables, es más coherente que los mensajes dirigidos a los sentimientos. Sobre todo cuando la argumentación es veraz y no busca la manipulación de la realidad ni está mediatizada por prejuicios o posturas ideológicas irreflexivas. En cambio, cuando lo que se pretende no es el conocimiento de la realidad ni la vinculación responsable, que puede y deber ser justamente crítica, sino la mera adhesión o sumisión, lo que funciona es la apelación al sentimiento mediante mensajes simplistas basados en prejuicios y no en razones. Si lo que se pretende es la manipulación, este es el método que funciona.
Madre y Maestra
Este es el procedimiento utilizado, en multitud de ocasiones, para el tratamiento de la Iglesia Católica: ¡La Iglesia prohíbe!, ¡la Iglesia obliga!, ¡la Iglesia niega!, ¡la Iglesia castiga!… Vivimos en una sociedad en la que, desgraciadamente, los prejuicios, los estereotipos, las ideas pre-concebidas y los juicios sin conocimiento real de causa campan a sus anchas. La gente opina sobre cualquier cosa que tenga que ver con la Iglesia con una ligereza pasmosa, sin haberse formado o informado previamente: las cuatro cosas que han oído, han leído en la prensa o les han contado, les dan autoridad y capacidad para juzgar cualquier pronunciamiento o actitud, ya sea relativo a la moral, a los dogmas, a la historia o al papado. El grado de ignorancia suele ser directamente proporcional al nivel de prejuicios, de desinterés, de incapacidad de empatía o, incluso, de aversión. La Iglesia, en lugar de ser vista como “Madre y Maestra” según feliz expresión del Beato Juan XXIII, es vista como una madrastra de película infantil.
Esto es particularmente significativo en todo lo que hace referencia a la moral sexual y fami-liar. La gente suele entender los preceptos de la Iglesia como un conjunto normas, prohibicio-nes, prescripciones encaminadas a limitar la libertad del ser humano y a imponer un modo de vida triste y limitado: son órdenes, ‘mandamientos’, y no ‘palabras de vida’. La Iglesia impide al hombre que haga lo que ‘le da la gana’, lo que le apetezca en cada momento, que sería lo que supuestamente le podría hacer verdaderamente feliz. “Yo decido lo que es bueno, lo que me conviene: soy autónomo porque soy mi propio creador”. Habría un deseo de la Iglesia, y sobre todo de su jerarquía, de fastidiar a las personas recordándoles que son limitadas y que hay muchas cosas que no pueden hacer por una decisión, caprichosa por supuesto, de alguien que se te impone y te limita.
depositaria de la fe y la sabiduría
Pocos son, lamentablemente, los que entienden los Mandamientos como ‘decálogo’ —diez palabras, en su traducción literal—, de vida, de felicidad para el hombre, de principios que se ajustan a la naturaleza constitutiva del ser humano, hombre y mujer creados a imagen y semejanza de Dios. Lo triste es que esta, la que pocos reconocen y aceptan, es la verdadera naturaleza de los Mandamientos: Dios, que es un Padre que nos ama, y la Iglesia, que es una madre amorosa, nos enseñan cuál es el auténtico camino de la vida y la felicidad. Desgra-ciadamente, el mensaje emotivo, no racional, basado en prejuicios y consignas, y en buscar la satisfacción inmediata de todo deseo, ha calado hondo en nuestra sociedad.
Podemos afirmar, en virtud de todo lo dicho hasta aquí, que es falso que la Iglesia ‘prohíba’, en el sentido de las prohibiciones y ordenes de los códigos civiles, militares o penales, divorciarse o separarse. Es falso que, como pretende la caricaturización habitual, obligue a los cónyuges a soportarse o a mal vivir, creando, además, no sé cuántos problemas y traumas a los hijos, cuando los hay. Al contrario, lo que la Iglesia propone es que, como se puede perdonar, como se puede amar al prójimo incluso cuando actúa como enemigo, como se puede dar la vida, como se puede ‘caminar’ por encima de la muerte, como se puede amar en la dimensión de la Cruz, es posible reconstruir el matrimonio y salvarlo, desde la libertad de los cónyuges.
Pero esto es solo posible en la medida en que se deje actuar a Cristo, pues para las solas fuer-zas humanas es una tarea imposible. Se puede perder, dar la vida y encontrarla, y esto no es pura teoría sino experiencia vivida por miles de personas, casadas y solteras, jóvenes y viejas, hombres y mujeres. El amor de Dios es real y efectivo y nos puede ayudar —nos ayuda, de hecho— a vivir los acontecimientos de cada día.
la Iglesia es un gran “sí”
Si ignorando todos los prejuicios y las mentiras —bien sabemos quién es el padre de la mentira— que nos cuenta la sociedad, dejamos que Dios entre en nuestra vida y en nuestras familias, podemos vivir juntos para siempre, no como una carga o un ‘castigo’, sino como un don, una ayuda — “una ayuda adecuada”, nos dice el Génesis—, una bendición. Es mentira que ante los problemas y dificultades, sean del tipo que sean, lo mejor sea tirar la toalla y empezar de nuevo en otro lugar o con otra persona. Además, es una injusticia que se hace a los hijos, si los hay.
Esta es una concepción radicalmente burguesa, egoísta e insolidaria de la vida: la búsqueda del interés personal por encima de todo, del triunfo del más fuerte, del ‘sálvese quien pueda’, pasando por encima del otro, pisándolo o ahogándolo si hace falta. Cuando ya no me sirves, cuando no me construyes, cuando no me aportas nada, te dejo y se acabó: tengo derecho. En el fondo es el triunfo de la idea de Hobbes de que “el hombre es un lobo para el hombre”, es siempre un enemigo.
Esta idea de radical egoísmo e individualismo, se ve reforzada en la actualidad por la ideo-logía de género. La nueva formulación sería que el hombre es, siempre y por definición —por prejuicio— un lobo para la mujer, un enemigo. Yo no soy criatura, yo me autoconstruyo y decido, en cada momento y de forma absolutamente independiente y soberana, lo que es bueno y lo que es malo para mí, sin tener en cuenta si eso es bueno y justo para los que tengo a mi alrededor: mi mujer y mis hijos, hijos que han sido llamados a la vida en una determinada familia, en un determinado entorno del que no es justo privarles por decisiones y deseos que, generalmente, no los tienen en cuenta o que, como mucho, los usan como excu-sa: nos tenemos que separar para que no nos vean siempre discutiendo.
santuario doméstico
Hace tres años celebré, gracias a Dios, los veinticinco años de mi estupendo matrimonio, y de su maravilloso fruto en forma de cinco hijos, y tuve la oportunidad de reflexionar sobre todo esto. Lo primero que debo aclarar es que el hecho de que haya calificado a mi matrimonio, y en consecuencia, obviamente, a Amparo, mi mujer, como estupendo, y a mis hijos como mara-villosos, no significa que no hayan sido años llenos de dificultades y problemas de todo tipo: personales, materiales, de convivencia y comunión personal, económicos o sobre la educación de la prole. Nuestra historia, como la de todos los matrimonios y familias, no ha sido un ca-mino de rosas, cómodo y sencillo. Es decir, no hablo bien del matrimonio porque a mí me haya ido muy bien, sino porque he vivido y visto, en mi caso y en el de otros muchos matrimonios, que es posible perdonar, dar la vida, negarse a uno mismo, amar por encima de la muerte.
No somos ‘robots’ ni personas alienadas e infantiles que, por obligación, todo lo tengamos que ver como estupendo y maravilloso: es más, me atrevo a decir que somos del tipo de personas más capaces de tomar la vida en peso, pues somos plenamente conscientes de nuestras faltas, debilidades y pecados, por un lado, y de valorar en plenitud la realidad y los obstáculos que se nos presentan, por otro.
¡Claro que mi mujer y mi matrimonio son estupendos!, pero esto no significa que las cosas sean siempre como nosotros queremos —para empezar, ni siquiera queremos o pensamos los dos lo mismo en muchas ocasiones—, esto no significa que los problemas, sobre todo los de nuestros hijos, no nos abrumen.
¡Claro que nuestros hijos son maravillosos!, pero eso no significa que ellos sean ‘clones’ nues-tros, autómatas o personas obligadas a ser como nosotros queremos: Dios los ha hecho libres, como a nosotros, y nosotros procuramos respetar su libertad. Pero la primera condición de la libertad es vivir en la verdad: por eso nosotros cumplimos con nuestra obligación de enseñarles lo que creemos que es la verdad —la Verdad— y la felicidad, corrigiéndolos cuando se equivocan y respetando sus decisiones, aunque muchas veces no nos gusten ni las compartamos.
Así actúa Dios con nosotros: nos propone un camino de vida y felicidad, y después nos deja libres para adherirnos o no a ese proyecto. San Agustín decía que “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. También la Iglesia actúa así: “La verdad no se impone, se propone”, como dijo el Beato Juan Pablo II en su última visita a España. Ella nos indica cuál es el camino de la vida —“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)—, y nos invita y ayuda a seguirlo. Nosotros podemos verla como una madre amorosa y hacerle caso, o verla como una madrastra empeñada en fastidiarnos y darle la espalda.
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