En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos» (San Lucas 14, 12-14).
COMENTARIO
El Señor, en este Evangelio, nos ofrece, con amor, una vía de salvación, una fuente de la que mana agua de vida eterna, un escalón para alcanzar la paz, el sosiego y el bienestar espiritual, aquí ya, en la Tierra, durante nuestra peregrinación hacia la casa del Padre.
Dios enriquece a sus hijos con carismas espirituales y bienes materiales. Dice el refrán que “de bien nacidos es ser agradecidos”. Lo primero es dar gracias a Dios por los regalos inmerecidos que recibimos de Él. Después nos encontramos ante un dilema clave para nuestra salvación. ¿Qué hacer con las gracias recibidas? Este es el nudo gordiano de la Palabra de hoy. Podemos negociar exclusivamente en nuestro favor con los bienes recibidos, utilizándolos cómo si se tratara de un intercambio comercial. De esta manera ya estamos pagados con el aplauso del mundo y la autosatisfacción de nuestro “yo”.
La otra vía nos lleva por un camino corto y seguro al mismo Cielo y se transita por él ofreciendo gratuitamente a los demás lo que de Dios hemos recibido gratis. Al final nos espera la resurrección de los justos.
Cuando invitas a comer a alguien que no te puede devolver la invitación estás invitando al mismo Dios. El “otro” es Jesucristo. Dice San Juan Crisóstomo que “donde se da limosna no se atreve a penetrar el diablo”. Los entendidos del fútbol repiten que la mejor defensa es un buen ataque. Salvando las diferencias, en referencia al Diablo, la mejor forma de atacarle y asegurar así nuestra defensa ante sus tentaciones, es tomar la iniciativa con el ejercicio de las virtudes a la que el Señor nos llama. El desprenderse de nuestro “yo”, en beneficio de los demás constituye una virtud poderosa que confunde al mismo demonio.
No nos dice el Señor hoy que sea malo que invitemos a amigos o personas ricas o influyentes. Jesucristo lo hizo a lo largo de su vida pública. Lo que debemos tener claro es que el hacerlo con los pobres y desheredados será lo que nos llevemos en nuestro favor al Juicio Final. Los economistas del mundo lo calificarían como más rentable.
Pero no sólo se trata de compartir lo material, que también, ni siquiera es lo más importante. La donación debe desarrollarse también en el plano espiritual. Es de buenos hijos compartir la Palabra que hemos recibido de Dios, sobre todo con los más necesitados, teniendo siempre en cuenta que tampoco se trata de imponer nada y que los frutos de la evangelización no nos corresponde valorarlos sino al Espíritu Santo. Jesucristo ha encomendado a cada uno de sus discípulos a los pobres. Juegan muchas veces en nuestra contra las propias reticencias y el pasar el ejercicio de nuestra misión por la razón. Pero la fe puede triunfar sobre estos peligros. Tampoco debemos desanimarnos porque nuestros consejos, sonrisas o palabras que sean mal interpretadas o mal acogidas. No vayamos con expectativas de agradecimiento. El rechazo favorece a nuestra salvación. La Tradición nos dice que el Señor ama a los que dan alegría. No nos debe reprimir la posibilidad del rechazo.
Pero para todo esto, para poder caminar por el sendero de la donación, sin reserva alguna, es indispensable que en nuestra alma reine la humildad y nos coloquemos a un nivel inferior que el de los necesitados a los que intentamos ayudar, en la sabiduría de que también nosotros padecemos de muchas carencias y que lo que poseemos es por pura gracia de Dios. Siempre arropados con la verdad de que el donar no admite intercambios interesados.
¿Podemos acaso devolver al Señor el bien recibido? Nuestro espíritu debe ser de agradecimiento al Señor, usando lo recibido como al Señor le agrada. Debemos pedir a Dios, con sinceridad de corazón, que nos ayude en esta labor, porque por sí solos nuestro destino es el fracaso.
Por último es muy gratificante experimentar que cada vez que nos damos a los demás un viento de felicidad y alegría acaricia nuestro corazón. Esto es una primicia de la felicidad de la resurrección.
El Señor nos anima a combatir contra nuestra comodidad, que el demonio camufla con mentiras razonables y atractivas. Gracias a Dios hemos experimentado los beneficios, para nuestro ser, que se obtienen cada vez que salimos victoriosos en estas batallas. Satanás se afana todos los días para borrar de nuestra memoria nuestras victorias.
Combatamos todos los días en favor de nuestra salvación y la de los demás.