«Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. Jesús les respondió: “Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mi. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno”». (Jn 10,22-30)
El contexto de este encuentro en la misión del Señor nos lo da la fiesta de Hanukka o Fiesta de las luces. En esta fiesta los judíos encendían lámparas que ponían en las ventanas de sus casas. Las lámparas representaban la Ley mosaica. Las raíces históricas de esta fiesta se remontan al año 165 antes de Cristo. En este año, Judas Macabeo, jefe miliar judío, dedicó el Templo y su altar tras la liberación de Jerusalén de manos del rey sirio Antíoco IV Epífanes. Jesús, como de costumbre, aprovecha esta ocasión para predicar su Buena nueva.
Jesús pone su propia misión como testimonio de su vocación mesiánica. Sin la humilde colaboración a la gracia divina no hay don de Dios. La arrogancia de aquellos jefes religiosos les impedía escuchar la Buena nueva de Jesús como enviado del Padre: “No sois ovejas mías”. Por tanto, no podían entrar en una relación íntima con el mensaje liberador de Jesús. Porque solo esta intimidad (gracia divina) puede abrir el ojo del corazón humilde (libertad humana) a la verdad plena que es Jesús, y a la vida que es el don del Padre.
Cuando la duda y la desconfianza asedien nuestra fe pensemos que somos humildes pecadores necesitados de la gracia de Dios. Jamás desconfiemos del amor incondicional de Dios. Busquémoslo en nuestro interior, en el corazón. Y con el ojo del corazón contemplemos el misterio pascual del don de la Eucaristía. ¡Cristo vive!, ¡cuánto puede hacer Dios por nosotros!
Germán Martínez