«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Comentaron entonces algunos discípulos: “¿Qué significa eso de ‘dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver’, y eso de ‘me voy con el Padre’?”. Y se preguntaban: “¿Qué significa ese ‘poco’? No entendemos lo que dice”. Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo: “¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: ‘Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver’? Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”». (Jn 16,16-20)
Estamos en el Cenáculo, en la víspera de la Crucifixión del Señor. Es la hora de las despedidas. Solo mencionar esto, parece envolverse el ambiente de un aire de pesadumbre y tristeza, que no sabemos bien si se aspiraba así en aquella habitación o se produce en el alma al evocar aquellos momentos: creo que las dos cosas.
Hace infinitos años, allá cuando era joven, recuerdo una canción que decía más o menos así: “Nunca me digas adiós, que adiós es palabra triste”. Pero estos recuerdos solo valen para retroalimentar la nostalgia y la melancolía, que, dicho sea de paso, tampoco hay que alejarlas de nuestro “yo y mis circunstancias”, porque forman parte de ellas y de mi yo. Pero lo cierto es que no es exactamente verdad que adiós sea una palabra triste: el tiempo me hizo reconsiderar su contenido, que encierra un profundo deseo: ir hacia Dios, a Dios (“aDiós”); y esto no es algo triste; al contrario, expresa un anhelo de algo bueno para uno mismo y para quien se lo deseamos.
No necesitaban los apóstoles desear a Jesús ir a Dios, no necesitaban decirle “aDiós”, porque Dios estaba siempre con él (bueno, no siempre: hubo aquel momento posterior de terrible soledad, en la cruz, cuando se sintió abandonado de su propio Padre, que lo había engendrado “antes de la aurora” de los tiempos…). Pero sí que necesitaban los apóstoles que Jesús los encaminara hacia Dios, que les dijera “aDiós”, porque sabía que en su corazón y en sus entendederas se iban a olvidar de lo que poco antes les había dicho: “Yo soy el camino” (Jn 14,10); sabía que iban a perder el camino, que no era otro que el del Calvario; sabía que el camino de la cruz no entra en los proyectos humanos, sino que, si se vislumbra, aunque sea de lejos, mejor es desviarse de él o salir huyendo, que fue lo que hicieron luego todos ellos.
Lo cierto es que los discípulos comenzaron a sentirse tristes y desolados (de solos): quien ha experimentado muchas despedidas, sabe lo que es sentirse solo, mientras se aleja, por ejemplo, el tren con ese hijo que parte lejos hacia la mili (a pesar del jolgorio artificial de los compañeros reclutas que se pasan de mano en mano la botella de coñac en el mismo compartimento); solo se queda el enfermo grave y recién operado en la penumbra de una habitación de la UCI, sorbiéndose a duros tragos los dolores del cuerpo y del alma; solo se queda el cónyuge que, de la noche a la mañana, o de la mañana a la noche, ve que la otra parte le dice “adiós” (no “aDiós”), mientras el alma se le parte en dos; y solos, ¡qué solos y fríos!, se quedan los muertos cuando volvemos del cementerio dejando allí los restos de un ser querido…
Jesús sabía lo que pasaba en el corazón de sus discípulos. Y los consuela: Esperad un poco, tened paciencia, que dentro de poco me volveréis a ver… Ellos no podían comprender la irresistible atracción de Jesús por su Padre, la necesidad intrínseca y absoluta de estar con él, tanto que no ve la hora de irse con él, con el mismo ímpetu que desearía no beber el cáliz de la pasión como acceso previo a su encuentro definitivo con el Padre. Por eso “esperad un poco y me veréis de nuevo”. Pero ¿qué significa ese “poco”?, se preguntaban inquietos por dentro.
El Señor los tranquiliza a continuación: “Vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Y les pone el ejemplo de la mujer a punto de dar a luz: la angustia se apodera de ella, apuro que se troca en gozo por el alumbramiento de un nuevo ser a este mundo. Habrían debido recordar el consuelo del profeta: “Convertiré su tristeza en gozo” (Jer 31,13). Les está anunciando la resurrección…, que habría algo más después del camino hacia el Calvario, que volverán a verlo “dentro de poco”…; pero ellos estaban ya dando entrada a la congoja de verse solos, cada uno luego por su lado, en un cobarde “¡Sálvese quien pueda!”, como lo demostró la desbandada del día siguiente. Ya se habían olvidado de quién era el buen Pastor, aquel de quien estaba profetizado que “el que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como un pastor a su rebaño” (Jer 31,10), pues “volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,23). Mientras tanto, “aDiós” (no adiós).
Jesús Esteban Barranco