El desarrollo económico y social que tuvo lugar después de la Segunda Guerra Mundial unido a los progresos científicos y tecnológicos en el campo de la medicina facilitó la difusión de la expresión «calidad de vida». Este concepto empezó a emplearse en los años cincuenta de la centuria pasada y ya, en la década de los setenta, gozaba de gran popularidad.
Previamente, en 1946, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había dado una definición de salud que exigía algo más que la ausencia de enfermedad, pero que, como es natural, no entraba en ninguna consideración de tipo espiritual. Definía la salud como «un estado de completo bienestar psicológico, social y mental, y no solamente la ausencia de enfermedad».
Cuando llegó a equipararse la salud a la calidad de vida, quedaron fuera de este concepto esos aspectos espirituales inherentes a todo ser humano y que tanto influyen en la percepción que cada individuo tiene de su propia calidad de vida. De hecho, el concepto calidad de vida se usa habitualmente en ámbitos médicos y sanitarios. Sin embargo, no hay unidad de criterio en cuanto a los parámetros que lo componen ni en cuanto a su valoración relativa.
Del campo médico-sanitario pasó rápidamente al ámbito político, donde se empleó con una cierta ambigüedad y oportunismo, según conveniencias coyunturales. Actualmente, es de uso normal en el lenguaje corriente, unas veces para resaltar la calidad en oposición a la cantidad cuando se aplica a bienes materiales y, otras, referido a la bondad del ambiente desde un punto de vista meramente ecológico. También es frecuente hablar de calidad de vida como sinónimo de felicidad, de tranquilidad colectiva.
Por tanto, los datos oficiales sobre la calidad de vida que se manejan en la sociedad secularizada de nuestros días, van referidos exclusivamente a un conjunto de bienes económicos y a algunos aspectos psíquicos.
error: medir el valor de la vida por un baremo de calidad
La verdad sobre la naturaleza y el fin hacia el que tiende el hombre lo conoce la Iglesia católica por revelación divina. Así lo enseña, aunque es obvio que muchos piensan de otra manera. Es lógico que el concepto de «calidad de vida» que se conciba dependa de la idea de hombre de la que se parte. También resulta comprensible que cuando los puntos de partida son diametralmente opuestos, irreconciliables, se llegue a entender por calidad de vida realidades totalmente distintas.
En ambos casos los razonamientos empleados pueden ser impecables, pero la confrontación de ideas es inútil: no puede llegarse a un consenso, pues nadie convence a nadie. Para poder dialogar y llegar a algún acuerdo sería necesario encontrar previamente algún punto de partida aceptado por ambas partes para, desde él, construir todo el edificio lógico que culminase en una única concepción de «calidad de vida».
Como ejemplo que confirma lo dicho, se puede consultar el artículo «Reflexiones sobre el aborto desde una ética de la calidad de vida», cuya autora, María Natalia Zavadivker, apoya sus tesis en Peter Singer, el filósofo australiano considerado como uno de los arquitectos de la cultura de la muerte por su apoyo incondicional al aborto, la eutanasia, el trato ético a los animales, etc.
Estas objeciones se hacen desde el punto de vista de los principios en los que basa su postura la Iglesia católica. En primer lugar ha de puntualizarse que unir al concepto vida el aspecto de calidad es una manera sutil de condicionar el valor de la vida al disfrute o no de esa calidad, lo cual cuestiona la dignidad absoluta e inherente a toda vida humana. A las personas que no alcanzan un mínimo de calidad de vida se les hace un «favor» eliminándolas, ahorrándoles sufrimientos…, si es que no se cree en la trascendencia.
En tal caso, el razonamiento que desemboca en esta «barbaridad» es correcto. De hecho, por considerar que no tienen la calidad de vida suficiente, en muchos países se han llegado justificar políticas genocidas en perjuicio de poblaciones tercermundistas, así como a legislar dando carta de naturaleza a aberraciones tales como el aborto y la eutanasia aplicables a los propios conciudadanos.
ausencia de un concepto objetivo
El concepto de calidad de vida, así, sin más, es francamente ambiguo y se presta a falsas interpretaciones que, en la práctica, pueden resultar peligrosas. Por una parte, está la dificultad de determinar qué elementos son los que constituyen esa calidad de vida. ¿Son únicamente de índole material? Si así fuera, ¿cómo puede explicarse, según datos de las Naciones Unidas, que en Estados Unidos el 10% de los muchachos y el 18% de las adolescentes haya intentado suicidarse? Esto no es lógico, pues donde hay calidad de vida debe haber satisfacción, bienestar y una cierta dosis de felicidad incompatible con tan alto número de aspirantes a suicidas.
Otro elemento que incide en la citada ambigüedad es el relativo a quién debe establecer esos parámetros y qué jerarquía deben guardar entre sí. En este sentido, conviene tener en cuenta la opinión de cada persona en cuanto a la valoración de su propia calidad de vida. Normalmente, no coincide la apreciación personal con lo que pudiera llamarse punto de vista oficial.
Son frecuentes contrasentidos como el siguiente: con sobreabundancia de bienes hay quienes se encuentran abrumados bajo el peso de una grave depresión y tienen en muy baja estima su calidad de vida y, por el contrario, con manifiestas carencias materiales muchas personas viven contentas, disfrutando de un envidiable grado de felicidad y creen que sus vidas gozan de una buena calidad.
Se ve claramente que no basta con la definición de parámetros objetivos para calibrar la calidad de vida de las personas; es también de gran importancia considerar aspectos subjetivos, muy variables en cada caso concreto. Monseñor Elio Sgreccia, presidente de la Pontificia Academia para la Vida, ofrece una lista de unos cuarenta instrumentos para hacer dicha evaluación, lista que incluso puede alargarse hasta ochocientos elementos según consideran distintas situaciones médicas. Sin embargo y a pesar de ello, todavía no se ha llegado a una definición de calidad de vida válida para todos.
premisa para justificar la cultura de la muerte
El principal equívoco que introduce la expresión calidad de vida, en el sentido que suele tomarse, es el de provocar un enfrentamiento, realmente inexistente, entre lo que significa esa calidad de vida y el concepto de santidad de vida. En este sentido el doctor Gonzalo Herranz, miembro de la Academia Pontificia para la Vida, nos deja esta advertencia: «El movimiento a favor de la calidad de vida nació, repleto de beneficiosas promesas, para inspirar la mejora cualitativa de los tratamientos médicos, pero, paradójicamente, la calidad de vida erigida por algunos en criterio normativo supremo introduce, como caballo de Troya, no en la teoría ética, sino en la práctica clínica, una antinomia tremendamente peligrosa entre calidad y santidad de vida».
Sin duda la llegada a esta situación se ha visto favorecida por el relativismo moral con el que comulgan la filosofía utilitarista y las corrientes evolucionistas y pragmáticas del último siglo. La consecuencia de esto es que la vida humana que no llega a determinados niveles de calidad establecidos no merece la pena de ser protegida. Así, ancha es la puerta que queda abierta a la legalización del aborto y de la eutanasia.
Si se toma el concepto de calidad de vida en el sentido de atender a todos los aspectos relativos a la integridad del hombre (cuerpo, psiquis, mente y espíritu), se ve que no hay enfrentamiento alguno entre calidad de vida y santidad de vida, pues ésta es el culmen de la calidad de vida. Cuando no es así, cuando el concepto de calidad de vida no contempla la parte espiritual del hombre, se produce ese falso enfrentamiento como lo atestigua Francisco Javier Valsera Morales en su artículo «La santidad de vida».
a mayor hedonismo, mayor cinismo
Una vez asentados los principios de la filosofía utilitarista, con la que se trata de maximizar el placer y, al mismo tiempo, minimizar el dolor, se ha pasado a identificar el sufrimiento con la moralidad clásica propugnada por la doctrina cristiana. Con ello se califica al sufrimiento como algo absurdo e inmoral que hay que erradicar.
El sentido cristiano del dolor, el valor del sacrificio y el consuelo que trae la esperanza caen por tierra y con ellos desaparece la fuerza de la Redención de Cristo e, incluso, la necesidad de salvación del hombre. Se espera utópicamente un paraíso producto de la ciencia en el que la vida discurra plácida, sin enfermedad ni padecimiento alguno, en la que se pueda caminar agradablemente, degustando en todo momento situaciones placenteras hasta que el inexplicable absurdo de la muerte reduzca al hombre a la nada.
En definitiva, lo placentero es lo moralmente correcto. Sentado este principio, no hay más que mirar alrededor para ver las terribles consecuencias que está padeciendo un mundo que corre desenfrenadamente hacia el abismo, un mundo en el que
la huida del dolor le ha precipitado en el infierno de la droga, del
odio, del homicidio y de tantas lacras como asolan a amplios sectores de nuestras sociedades. Y es que no se puede ir contra natura sin pagar un alto precio.
Dios nos creó y nos dio una naturaleza determinada. En ella estaban inscritos ciertos valores que habían de respetarse para alcanzar el fin al que iban encaminadas nuestras
vidas. Al erigirse el hombre en dios de sí mismo y cambiar las normas, su naturaleza se ha resentido y ha terminado despeñándose hacia el infierno que trató de evitar. Al considerar la escatología como un elemento más a considerar en el concepto calidad de vida, el sufrimiento cobra otro sentido, no es antagónico con la susodicha calidad de vida.
la trascendencia redimensiona la vida, no su excelencia
La vida humana no es un hecho meramente biológico como tratan de hacernos creer; por lo tanto, la calidad de vida no puede ser un simple dato empírico éticamente neutro. En el hombre hay una componente trascendental que constituye una parte importante de su persona y que merece una atención especial que es imprescindible tener en cuenta para que cada individuo alcance esa pretendida calidad de vida.
La Iglesia católica no está en contra del concepto de calidad de vida. Ya Juan Pablo II, en su encíclica «Evangelium Vitae», dejó dicho que «se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas…» El problema reside en la necesidad de fundamentarse en una antropología que responda fielmente a la verdad sobre lo que es el hombre. Si el concepto de hombre del que se parte es falso, o no responde a toda su verdad, los parámetros en los que se base el concepto de calidad de vida conducirán a una apreciación errónea de lo que realmente es bueno para cada hombre.
Por lo tanto, es imprescindible considerar el aspecto espiritual de cualquier hombre, debido a su origen en Dios y creado con una clara intencionalidad para que pueda llegar a esa inmortalidad inscrita en el fondo de todo corazón, como también para que su alma se colme de verdadero bienestar al ver cumplidos sus deseos de absoluta felicidad. Esta visión lleva inexorablemente al establecimiento de unos valores auténticamente humanos que deben ser respetados y promovidos al redimensionar el contenido del término calidad de vida.
De esta manera, el concepto de dignidad del hombre ocupa su lugar entre los valores a tener en cuenta y deshace todos los errores que tanto desprecio por la vida y tantas muertes injustas están causando hasta el presente.