«En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron». (Lc 5,1 -11)
Nos encontramos ante un pasaje que nos hace ver de manera patente, lo que significa la llamada del Señor y sus efectos en cada uno de nosotros. Es curioso cómo el Señor siempre sorprende y actúa fuera de los esquemas humanos. En lugar de dirigirse a alguien de los que estaban en torno a Él, agolpados para escucharle, va y se nos fija justamente en los que no están ahí, los que están a su faena buscándose la vida.
Es este un rasgo habitual en las llamadas del Señor. Como vemos también en la elección de David, Él siempre sorprende; elige al que considera oportuno sin atenerse a los criterios del mundo. Pero lo importante no es a quien llama sino la respuesta del llamado. Eso es lo que marca la diferencia, que mientras unos se agolpan en torno a Jesús y “oyen” su palabra, pero luego siguen en sus ocupaciones, Pedro y los demás, ante esa llamada se ven impulsados a ponerse a su servicio, a “obedecer”. Un acto libre, hoy tan mal considerado, que implica la humildad de ver en el otro a alguien con un poder por encima de la voluntad de uno mismo.
Esa obediencia tiene para ellos dos efectos importantes: por un lado, les hace conocer la predicación de Jesús, “escuchar” su palabra. Y aquí viene el quid de la cuestión, después de escuchar esa palabra nace una confianza en Jesús, que les permite, a pesar de lo que han vivido esa noche, vislumbrar que ese que les habla es algo más que un charlatán, que tiene poder ahí donde su experiencia y conocimientos no han podido conseguir nada.
Se da entonces en Pedro el milagro de reconocer, primero a Jesús como Señor, y además reconocerse indigno de esa llamada, dada su debilidad. Es de este reconocimiento desde el que los apóstoles entran confiadamente en la llamada a cambiar la vida, a la conversión. Y esto a lo que todos los cristianos estamos llamados, no es algo baladí, es un cambio radical, como podemos ver también en el pasaje de Zaqueo, que implica ponerse en marcha con Jesús hacia algo que solo se puede vislumbrar.
Es lo contrario a los agolpados ante el Señor cuando lo ven pasar en busca de una curación, que una vez han conseguido lo que buscan sigan en sus asuntos como antes de conocerlo; o los que —como el joven rico— consideran que renunciar a los suyo, sean bienes, ideas o afectos, es perder mucho y necesitan asegurar.
Ojala este Evangelio nos haga comprender en este Año de la Fe que la llamada del Señor no es para nuestro enriquecimiento, es una llamada a poner nuestra vida en sus manos, dejar que sea el quien nos guíe, nos lleve y nos enseñe a pescar hombres. Es en ese camino en el que Pedro y los apóstoles, una vez recibido el Espíritu Santo, pueden proclamar la palabra en las plazas, llamar a la conversión a los demás y configurar la Iglesia, como el cuerpo de Cristo en el mundo.
Si hay algo que siempre nos debería preocupar a los cristianos es que la fe no se nos convierta en un adorno, una costumbre. Que no nos ocurra de igual modo como comienza el evangelio de hoy, que estemos amontonados alrededor de Jesucristo, u ocupados en nuestros asuntos, y oyéndole no le escuchemos; que al contrario que Pedro, no seamos capaces de responder a su llamada poniéndonos a su disposición, dispuestos a dejar nuestra vida en sus manos, sea por comodidad, miedo o por no poder aceptar que sea otro quien lleve nuestra vida.
Señor, ayúdanos a seguirte siempre y en toda circunstancia.
Antonio Simón