«En aquel tiempo, fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: ”¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?”. Y aquello les resultaba escandaloso. Jesús les dijo: “Solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”. Y no hizo allí muchos milagros porque les faltaba fe». (Mt 13, 54-58)
Es nuestra realidad. Admiramos a quienes marchan a evangelizar a tierras lejanas y nos sorprendemos de verles felices año tras año en su misión, predicando la Buena Noticia del Amor de Dios y dando su vida por el Evangelio. Y se nos recuerda que todos los cristianos tenemos la misión de evangelizar, de profetizar, de hablar de Dios a los hombres. Y nos cuesta. ¿Cómo van a creer si ven nuestros pecados, si conocen nuestras limitaciones y pobrezas? Y, sin embargo, esta es la grandeza de la misión a la que todos los creyentes estamos llamados: somos pobres hombres y mujeres, vasijas de barro, que portamos el tesoro más grande que pueda haber en la tierra: Cristo ha muerto y resucitado por todos nosotros para que tengamos vida en abundancia.
Se sorprendían los habitantes de Nazaret de que uno de la misma localidad enseñara en su sinagoga, hasta el punto de preguntarse “¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María…? Y se escandalizaban a causa de Jesús. Y es entonces cuando Cristo proclama que un profeta no tiene prestigio en su patria y en su casa.
Este evangelio nos llama a superar este prejuicio y a evangelizar a tiempo y a destiempo en nuestra casa, en nuestro trabajo, a nuestros vecinos… A dar razón de nuestra fe, a compartir el gozo de la fe a quienes sufren, a quienes han perdido la esperanza. Es verdad que tenemos que tener un cuidado especial: no escandalizar a los pequeños, a los que están recibiendo el Kerigma. Sabemos que somos pecadores pero hemos de pedir cada día la gracia de que nuestros pecados no escandalicen a nuestro prójimo, a los próximos. Sin duda se ven más los defectos que las virtudes, y si nos conocemos bien nunca nos presentaremos como personas carentes de fallos sino como cristianos en camino que desean seguir e imitar la vida de Cristo, con su ayuda y la de la Iglesia, con la corrección fraterna realizada por hermanos en la fe, con el consejo de los presbíteros, con la ayuda de la conversión diaria.
Sabemos que estamos llamados a la santidad, pero en esa carrera de obstáculos no podemos poner como excusa nuestra debilidad para no predicar. Por el bautismo todos los cristianos estamos llamados a la función profética, y en nuestra generación probablemente más que en otras épocas es tierra de misión cada rincón, cada localidad. Ya no podemos pensar solo en los continentes y países que tradicionalmente precisaban del sacerdote, el misionero o la religiosa para hacer el primer anuncio; ahora es preciso anunciar con sencillez y humildad a Jesucristo en nuestra vida cotidiana y en los espacios y lugares en los que nos movemos día a día. Como hacía Cristo en Nazaret, su pueblo, aunque le despreciasen y se admirasen de que un hombre nacido entre ellos pudiese hablar con tanta sabiduría.
Juan Sánchez Sánchez