No es más que un susto, así pensamos. Numerosos textos del Evangelio nos describen un Señor que ha venido para cumplir una misión. Nos parece algo precioso, pero las interrogantes se amontonan: ¿Misión cumplida y se terminó? ¿Nuestro Dios es un Dios de ordenanzas? ¿Desnaturalización de la espiritualidad de la Voluntad de Dios como algo demasiado desencarnado? ¿Somos funcionarios de la espiritualidad? ¿Racionalismo misional frente al afecto apostólico? ¿No resulta demasiado estrecho y frío la pura realización del deber? ¿Cabeza o corazón? “Misión cumplida” solemos decir por estos lares. Nos podría parecer a veces antipático, diríamos casi “colegial”, voluntarista, eso del deber por el deber. Demasiado kantiano, sí.
En la misma liturgia se nos cuela la palabra: “En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación…”. Habría que recordar en este momento el precioso libro de la Antigüedad clásica De Officiis (Cicerón) donde se trata de distribuir a cada uno sus funciones para evitar concentración indebida de poder. San Bernardo en su De Consideratione aconsejaba al papa Eugenio III, procedente de sus filas cistercienses, sus deberes de pastor. El deber es patrimonio de la verdad, es algo evidentemente bueno. La cuestión está en cómo vivirlo; como una norma mecánica carente de afecto o como un cauce ontólogico y educacional que permite el desarrollo amoroso de la persona. Las hormigas no tienen deberes sino funciones programadas, orgánicas en su conjunto. El hombre y el ángel tienen deberes porque son capaces de relacionarse en amor.
En la Moral tradicional se distinguían deberes para con Dios, deberes del hombre para consigo mismo, deberes de los hombres entre sí. Todo estaba y está orientado hacia el bien, hacia la conservación y aumento del mismo. Deberes religiosos, sociales, civiles, familiares… La Filosofía moral era capaz de responder a todos ellos satisfactoriamente.
“he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”
Kant es bien conocido por su ética. Para este autor el deber reviste de una importancia capital. Se trata de un deber muy formal: el deber por el deber. El respeto a la ley no conoce otra razón que la misma ley. El hombre, según este autor, no debe tender primariamente a la felicidad sino hacia la racionalidad. Una moral autónoma, formal y autosuficiente. Es el imperativo categórico el que ha de regir nuestras conductas. Una moral de corte protestante que puede llevar a la estrechez, a la cerrazón, a la excesiva seriedad antropológica. J. L. Aranguren escribió excelentes estudios sobre la ética protestante, que vendrían bien recordar aquí.
Contraponemos la eticidad kantiana con algunos pasajes bíblicos: “Cuando hubiereis hecho todo lo que se os ordenó, decid: Siervos inútiles somos, lo que debíamos hacer, eso hemos hecho” (Lc 17,10). Los versículos anteriores de la perícopa no carecen de expresividad; hablan del deber en términos que nos parecen lógicos pero fuertes también.
En la vida de San Pablo nos encontramos con expresiones de gran compromiso: “Si predico el Evangelio, no es para mí gloria alguna: coacción es la que pesa sobre mí; pues ¡ay de mi si no evangelizara! Pues si por mi propia iniciativa hiciera esto, recibiría mi salario; mas si por imposición ajena, eso es puro desempeño de un cargo que ha sido confiado” (1 Cor 9,16-17). A punto de pasar de esta vida al Padre afirma: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe…” (2 Tim 4,7). San Pablo, como todos los santos, se vieron inmersos en obligaciones no buscadas por ellos, casi ni ideadas, sino recibidas de lo Alto. María contrae obligaciones maternas que Ella recibe y realiza con extraordinario amor. Teresa de Calcuta se entendía así misma como un lápiz que dejaba escribir a Dios. Responsabilidades que son deberes, es decir, respuestas al papel asignado por Dios en la historia de cada uno.
Jesucristo es el mismo hoy que ayer, y para siempre
El Señor Jesús nos sorprende en su Evangelio. Daría la impresión que es una especie de comisionado que viene a realizar su función y culminarla, sin dejar más rastro que el de la misión bien realizada. ¿Estaríamos ante un Dios que arregla la máquina estropeada y luego se marcha? ¿O más bien ante un Dios que viene a quedarse para siempre con nosotros, siendo ya uno de los nuestros?
La respuesta parece clara, pero veamos el laconismo de las frases: “todo está cumplido” (Jn 19,30), es decir, la Voluntad del Padre se ha realizado en Cristo y Él ha llevado a cabo el plan de su Padre, su misión redentora; ha cumplido con su tarea, ha terminado. “He llevado a cabo la obra que tú me encomendaste hacer” (Jn 17,4). “Sabiendo Jesús que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dice: tengo sed” (Jn 19,28). El Hijo ha ido respondiendo al designio salvífico de su Padre, cumpliendo cada coma y cada tilde del beneplácito paterno, sin salirse del guión.
La torpe mente humana no llegaba a entender el deber doloroso de la cruz (Lc 24,25). La cruz era y es vista aún como un fallo del sistema, nunca como un plan misterioso a recorrer por el Hijo y por sus redimidos. Son pocos los que hablan del deber de la cruz, a pesar de ser la nota definitoria del discipulado según las palabras del Señor: “Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo y tome a cuestas su cruz y me siga” (Mt 16,24). San Pedro fue tratado como un demonio por Jesucristo porque fue usado como instrumento disuasorio del deber salvífico del Redentor. La cruz era deber, y no circunstancia del Maestro.
Sabía a lo que se enfrentaba el Verbo. J. H. Newman tiene un sermón sobrecogedor sobre los sufrimientos mentales de Jesucristo en la agonía del huerto. Y F. M. Léthel, en un admirable estudio sobre San Máximo el Confesor, subraya la libertad humana del Hijo de Dios y su importancia soteriológica (salvífica). La cruz era la forma en que se traducía los designios amorosos del Padre sobre el Hijo, “quien a pesar de ser quien era, aprendió sufriendo lo que era obediencia” (Heb 5,8).
Se entregó con todo su ser, con toda su alma, con todo su cuerpo a llevar a cabo en la tierra la gloria del Padre por medio de su entrega y de su sangre. Tenía que ser así, convenía que fuera así; fue así y así se ejecutó el proyecto. Auténtico Cordero, más hermoso que el de Zurbarán. Se lanzó, se abalanzó sobre el querer divino. “El Hijo del hombre tiene que padecer muchas cosas y… ser entregado a la muerte “(Lc 9,22). Su misión es salvar al hombre, dar gloria al Padre en la tierra. “El Yo he venido para…“ (Jn 12,27; 18,11….) encuentra aquí su contexto.
misión y amor; redención y persona
Era su felicidad su misión, y su alimento diario (Jn 4,34). El patrón de su conducta no era su capricho sino lo que veía hacer al Padre, no podía hacer otra cosa; era su deber (Jn 5,19). Y por aquí vemos vías de solución al aparente kantianismo del deber dominical. El deber de Cristo no es autónomo, depende en su integridad de otro, del Padre. Es un deber que no acaba porque es trasunto de Amor, el cual no cesará jamás (1 Co 13,8).
Frente a la moral kantiana, el Hijo es feliz en la plena realización del deber que el Padre le impuso. En la misión hay amor, del cual brotan deberes, exigencias fuertes; en cambio, en el deber kantiano hay pura razón, del que brotarían la angustia y la rigidez, pura mecánica (cf. la anécdota del reloj supuestamente estropeado; era Kant el que no podía fallar en la hora exacta de su paseo).
«Mi alegría es estar entre los hijos de los hombres” (Prov 8,31). La verdad de la misión se compenetra con el calor del amor. En el caso de Cristo, paradigma de todo deber cristiano, se trata de un Amor misionado más que una misión realizada con amor, sin más. Cuatro casos se nos ofrecen: amor misionado, misión con amor, misión sin amor y amor sin misión; resaltamos el primero.
El Amor tiene una misión. No es, como digo, simplemente realizar con amor la misión, el encargo del padre. Habría que estar habituados a la servidumbre — como María— para aceptar el que se nos encarguen cosas, misiones, que son otros tantos deberes. Lo contrario del deber es placer, derecho propio, en su pésima acepción.
Yo creo que el Señor se llevaría sorpresas al venir a este mundo. No se cumplió solo aquello de “y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11); también se encontraría con los ojos preciosos de su Madre, con amigos, con fruta amable, con nuevas realidades de amor. Como misión vino a redimir. Como persona vino a buscar amor; tiene sed de nuestro amor. Misión y amor acaban identificándose. Redención y Persona (como ser de amor) resultan así inseparables. Amor, misión, deber son los tres ángulos de una misma figura geométrica; tres realidades que no capitanean una contra otra, al contrario, se reclaman y perfeccionan mutuamente.
“a nadie debáis más que amor”
Lo que es deber de amor, por el pecado original es deber de horror, de algo no querido, algo venenoso para la querida pereza. El deber no debe ya horrorizarnos en caso de no apetencia. El deber es el desarrollo del amor, lo cual todos queremos o deberíamos querer. No tengamos miedo del deber cristiano, diametralmente opuesto al kantiano, deber este impositivo, frío, mecánico. El deber cristiano es un deber ser no un deber cumplir, como autómatas de la obligación. Deber de amor. “Debería alegrarte…” (Lc 15,32): es un deber de amor. No debería costar este deber fraterno (cf. el libro de J. Ratzinger, La fraternidad de los cristianos).
El paulino “a nadie debáis más que amor” (Rom 13,8) es contrario al mecanicismo, al determinismo, a la estoica indiferencia. Debemos dar la vida por los hermanos (1 Jn 3,16) y lavarnos los pies unos a otros (Jn 13,14). Son deberes de gozo y no cumplimiento kantiano de la obligación.
Es muy positivo nuestro Dios. Cuando disfrutemos haciendo disfrutar a nuestro Padre —con persecuciones incluidas (Mc 10,30)— no andaremos lejos del Reino de los Cielos.
Francisco Lerdo de Tejada
Capellán de la Universidad CEU-San Pablo, Montepríncipe