Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón (San Lucas 2, 41-51).
COMENTARIO
En la buena noticia que nos trae el Evangelio de hoy se vislumbran dos realidades: la búsqueda y el encuentro. También la vida es un proceso continuado de búsqueda, porque para crecer necesitamos conocer, saber y encontrar respuestas a las preguntas que diariamente nos hacemos.
Tal vez buscar es uno de los conceptos que más defina a la civilización ya que, desde que el hombre empezó a pensar y evolucionó, lo que ha hecho constantemente es una búsqueda de mayor conocimiento sobre sí mismo y sobre el mundo o espacio que lo rodea.
Con esta intención que tiene el ser humano de encontrar cada día las respuestas a las preguntas sobre el funcionamiento de las cosas, o del planeta, cada vez son más las personas que se dedican a la información y al campo de la investigación científica con el fin de responder a las hipótesis que se vienen planteando.
Ahora bien, en general el término buscar se aplica concretamente a personas o cosas perdidas, como es el caso que nos presenta hoy el texto del Evangelio.
En la Biblia aparece unas 220 veces la palabra “baqash” que significa “buscar” con el fin de hallar algo que está perdido o que falta, o al menos cuya ubicación se desconoce.
Dice otro pasaje evangélico: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6, 33) y San Pablo en la carta a los Romanos 14:17 nos da una definición del reino de Dios «Porque el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo».
Hoy nos centramos en la búsqueda de Jesús, hijo querido que se ha perdido y que provoca en María y José el miedo, la alarma, la alerta, la intranquilidad, el sobresalto, el susto, el temor y la angustia que nace precisamente de la separación, de la ausencia, de la lejanía de Jesús.
Una angustia que quizás se asemeje a la nuestra y a la de muchos hombres y mujeres que buscamos a Jesús, a Dios y que también se nos han perdido o los hemos escondido entre tantas religiones, definiciones u olvidos. Apostemos hoy con actitud abierta y receptiva para reconocer nuestro deseo de encontrarnos con la Buena Noticia que supone conocer a Jesús de Nazaret, el mismo que dijo a Nicodemo: “TIENES QUE NACER DE NUEVO” (Jn. 3, 3). Nacer de nuevo es nacer a lo esencial, a lo imperecedero, a la vida de Dios, a lo eterno, a la belleza de lo cotidiano y de lo pequeño, a la armonía de lo bueno, al orden impreso en el Universo. Es nacer del viento, del Espíritu, escuchar el corazón, despertar los ojos del alma, abrirse a la percepción inapresable de la vida. Es acrecentar la paz de la conciencia, es abrirse al universo interior, a la bondad de la realidad, a la entrega generosa, al amor gratuito. Mas todo esto solo es posible por una relación. Tener un Tú por quien madrugar, a quien servir, por quien amar (Ángel Moreno, de Buenafuente del Sistal). Ánimo, nacer de nuevo es buscar y encontrar a Jesús de Nazaret y reconocerse criaturas de Dios.