En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra».Mateo 13, 44-46
El evangelio de hoy nos trae dos breves parábolas de Jesús, que sin duda nos interpelan en nuestra vida. A mí al menos lo hace. Hace muchos años me encontré un gran tesoro. No fue en mis fuerzas ni en mis méritos. Encontré a Cristo, en la Iglesia, y tuve que vender bienes para poder disfrutar ese tesoro, escondido para muchos pero que a mí, por pura misericordia de Dios, se me había mostrado. Y he caminado con ese gran tesoro, llevándolo en un recipiente de barro, frágil y quebradizo. El Señor me permitió redescubrir algunos de los frutos de ese tesoro, que se inició en mi bautismo pero que no había saboreado: y fui invitado a ser sacerdote, profeta y rey, una triple misión que sólo fiado de Dios puede desarrollarse a veces como un gran regalo. Cuando esa misión se realice plena y cotidianamente en nuestra vida estaremos alcanzando la santidad a la que estamos llamados todos los cristianos. Pero, mientras tanto, cuando se realiza en nuestra vida la evangelización, la oración y el servicio son primicias de ese Tesoro que alguna vez disfrutaremos plenamente.
Pero tantos años de camino hacen que otros tesoros se vayan acumulando en nuestra vida. Familia e hijos, trabajo, el prestigio, las creaciones y sueños personales…Todos sin duda regalos, carismas que fueron naciendo en mi vida hasta convertirse en otros tesoros que tal vez me impidieron ver en su plenitud el verdadero tesoro, el principal para preparar el camino a la Vida Eterna: Cristo resucitado.
Un día descubrí que todos los bienes terrenos tenían que dar paso al verdadero tesoro, para tener las maletas preparadas y vivir realmente de un único tesoro. Seguramente no lo descubrí, sino que fue el propio Cristo quien permitió que mi vida se despojase de bienes. Lo dice también San Mateo: No hay que acumular tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre destruyen, y donde ladrones penetran y roban; debemos acumular tesoros en el cielo (Mat. 6, 19-20). Y aquí esta la dificultad: cómo discernir lo que resulta esencial en nuestra vida y, especialmente, en nuestro camino de fe. Para disfrutar el tesoro que un día encontramos en el campo del mundo, necesitamos vender todo, quedarnos sólo con Cristo. Y es este proceso el que nos lleva a buscar la “perla fina de gran valor”.
Podemos afirmar, que la primera parábola es imagen del encuentro, verdaderamente fortuito y gratuito, con el tesoro; un don providencial. Y la segunda parábola expresa una tarea que ya depende de nuestra actitud: buscar la perla más necesaria en nuestra vida, el tipo de vida que deseamos, nuestro modelo de caminar, dónde queremos situar nuestro corazón. Cristo ama a sus discípulos, pero es radical: conoce nuestras fuerzas precarias, nuestros pecados, pero desea que le amemos con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas. Por ello a menudo introduce con insistencia el sufrimiento en nuestra vida, para depurar nuestra fe y para que nos apoyemos fundamentalmente en Él; que dejemos reposar nuestra cruz en el propio Cristo y que nos echemos en sus brazos plenos de misericordia. Que cuando estemos realmente cansados, sobrepasados por el dolor, vayamos a Cristo.
Es sorprendente que en tiempo de vacaciones la Iglesia nos ponga estas lecturas tan profundas. Pero es que los cristianos no tenemos vacaciones en nuestra vida interior, en nuestro acontecer de fe. Ambas parábolas tienen la misión de recordarnos el Reino de Dios, pero si la primera nos recuerda la gratuidad del tesoro que el Señor nos mostró la segunda nos pide, con misericordia y comprensión, que busquemos en nosotros mismos para descubrir cada día el verdadero sentido de nuestra vida, la perla que necesitamos para ser realmente discípulos de Cristo tras tantos años de caminar siguiéndole tal vez sin demasiada seguridad. Nuestros cimientos tienen que estar en Cristo y así todas las tormentas, todos los sufrimientos, la Cruz, podremos entenderlos y vivirlos desde una actitud de esperanza y fiados de que el Señor lleva nuestra historia y lo hace con Amor.